Monday, March 28, 2011

Ángela

El papel lleva tres días al lado de la mesa del estudio, junto al ordenador, así que lo veo de refilón cada vez que me escribo un email o miro las noticias en mi pantalla. Es un trozo de papel pequeño, de color crema, con un extremo lleno de agujeros devastados por una mano que lo arrancó de un cuaderno. En él sólo hay un nombre, Ángela, y debajo un número de teléfono. Debajo está escrito, con letra furiosa y dos exclamaciones: ¡¡Llámala!!

La letra no es mía ni de Ángela, sino de mi amigo Javier, que me la recomendó. Me dijo que era alguien a quien recurrir para pasar el rato cuando llevas un tiempo solo, cuando tienes ganas de piel. Simpática, elegante, excitante, y sobre todo, y esto es muy importante, discreta. Como una amiga con derecho a roce, solo que en vez de ser amiga es prostituta, dijo Javier mientras escribía su número en el papel y después arrancaba un gajo y me lo tendía. Y yo lo cogí y lo puse en la mesa, y lo miro y lo miro sin decidirme a llamar. Cada vez más caliente y más nervioso.

No sé si esto es bueno. Pero desde luego sé que no es buen continuar abusando de mí mismo mientras pienso en ella, y después en con quién estará, así que cojo el teléfono lo más rápido que puedo y sin detenerme a pensar, marco el número del papel.

Un tono. Dos tonos. Tres tonos.

- ¿Sí?

Es una voz neutra, madura. No tiene ningún deje de los que estamos acostumbrados a oír en películas pornográficas.

- Hola, Javier me ha dado tu teléfono. Javier...

- Ja,ja –se ríe y me interrumpe. Yo me callo-. Sé quien es Javier.

- Bueno, Javier me ha hablado bien de ti y me gustaría, bueno, contratar tus servicios. Ya me ha hablado de las tarifas y todo me parece bien.

- ¿Cuál es tu nombre? –me pregunta.

- Me llamo Francisco, bueno, todo el mundo me llama Paco.

- Muy bien, Paco. ¿Cuándo estás libre?

- Yo estoy por aquí, estoy en casa sin hacer nada. Bueno, no sabía si había que pedir hora o algo así, o si estabas muy ocupada o no...

- ¿Qué te parece esta tarde?

- Eh... ¡bien! Bien, estoy libre.

- ¿A las siete?

- De acuerdo, a las siete.

Le doy mi dirección. Intento explicarle cómo llegar, pero me dice que no se preocupe, que se arreglará. Al despedirse, me dice.

- Te veo luego, Paco. Un beso.

Un beso. Mis amigas se despiden con la expresión “un beso”. Quizá si ellas vinieran a mi casa a acostarse conmigo no estaría en esta situación.

Me descubro probándome ropa delante de un espejo cuando lo que espero es tenerla puesta poco tiempo. Decido dejar la americana y me pongo unos vaqueros y una camisa por fuera del pantalón. Joder, con lo que habrá tenido que aguantar esa pobre mujer y yo con dudas de ropa. Menudo mamarracho estoy hecho.

A las siete en punto llaman al telefonillo. Es ella, claro. Abro y espero a que llegue hasta la puerta. Estoy nervioso y me sudan las manos. No me entiendo, se supone que esto se hace para que sea más fácil. Me las seco en el pantalón. Llaman al timbre. Abro.

Me sonríe. Una sonrisa, amable, nada forzada, nada profesional. Es una mujer de complexión media, morena con el pelo ondulado. Nada exuberante ni exagerado. Viste unos pantalones vaqueros ceñidos y una chaqueta de punto con un pequeño escote y unos largos pendientes que caen a ambos lados de su cuello. Podría estar a tu lado en una oficina. Por un momento, no sé bien qué decir. Atraviesa el umbral y me da dos besos.

- Hola Paco. Soy Ángela.

- Hola, Ángela –atino a contestar-. ¿Has llegado bien?

- Sí, tengo GPS en el móvil.

Prostitutas con GPS. Hay que ver lo que han avanzado los tiempos.

- No se bien cómo va esto, si hay una hora límite o si va por servicio...

Ángela me pone una mano en el antebrazo y me hace callar.

- Paco, tranquilízate, por favor. No tengas más prisa que yo, tómatelo con calma. Relájate. Esto es para pasarlo bien. Disfruta el momento. ¿Tienes música?

Se adentra hasta el salón y se acerca a una torre de discos desordenados. La repasa con el dedo y dice:

- Este servirá.

Pone el disco en la platina y comienza a sonar una canción que hacía años que no escuchaba. De pronto recuerdo una escena de ella y yo escuchando esa canción una tarde de domingo, y algo se me revuelve en el estómago, como una mala noticia.

- ¡Ah! –dice Ángela-. ¡Es bueno!

Claro que es bueno. Me lo regaló ella.

- Sí –respondo-. Está bien.

Se sienta en el sofá y me hace un gesto para que me siente a su lado. Cuando lo hago, se gira y se sienta sobre una de sus piernas.

- Así que eres amigo de Javier, ¿no?

- Sí, desde hará unos seis o siete años.

- ¿Y qué tal habla de mí Javier?

- Muy bien, la verdad. Insistió mucho en que te llamara.

- Sí, habló conmigo hace poco. Me dijo que igual me llamaba un amigo suyo, pero que él creía que no lo haría.

- ¿Ah, sí? –me siento ofendido por un momento-. ¿Y eso por qué?

- Me dijo que estabas pasando digamos... un mal trago.

Ya. Mi mal trago ya dura año y medio. Menudo trago es ese.

- Algo así –admito.

- ¿Quién era ella? ¿Tu novia?

- Sí.

- ¿Mucho tiempo?

- Estuvimos juntos seis años.

- ¡Buf! Es tiempo, sí. Pero te dejó.

- Sí, me dejó bien dejado.

- A todo el mundo le dejan alguna vez. Esas cosas pasan.

No me gusta hablar de esto. No he venido a hablar de esto.

- Ya, esas cosas pasan, sí.

- Si lo miras de cierta manera...

- Mira –le corto yo-, es la primera vez que hago esto y aún no sé como funciona el protocolo pero... ¿podríamos follar ya?

Ángela se me queda mirando fijo y sus pupilas pierden el brillo por un momento. Por un par de segundos no parece siquiera respirar.

- ¿Crees que soy una puta de esquina, Paco?

- Es que yo...

- ¿Quieres que me levante la falda y me folles contra una farola? ¿Crees que soy una mujer de esas?

- No quería decir que...

- Contesta sí o no, Paco. ¿Te parezco una puta de esquina?

- No.

- Entonces, por favor, no me trates como tal.

- Lo siento, perdona.

- Madre mía, Javier tenía razón. Estás bien jodido.

- Sí –repito-. Bien jodido.

- Escucha Paco, ¿crees que si me quitara la ropa ahora podrías hacerlo?

Mirándola bien, está bien buena. Una tía con clase, desde luego. Trato de sentir algo ahí abajo. Trato de animarlo con la pelvis, pero no noto mucho, apenas un leve cosquilleo.

- Hacer el amor es algo muy hermoso, Paco. Es mucho más que follar. Mucho más. Por favor, no lo resumas a eso. Es un proceso.

- Ya –trato de argumentar-, pero... ¿cuándo empezamos?

- Ya hemos empezado hace rato.

- ¿Ah, sí?

- Claro que sí.

- ¿Cuándo?

- En el momento en el que he entrado por la puerta.

Vaya, pues no me he debido enterar. Debería empezar a prestar atención a estas cosas.

- Estamos en la fase de atracción, Paco. Dime, ¿no te has fijado en mis piernas ceñidas a los vaqueros?

- Sí.

- ¿Y al leve escote de mi chaqueta de punto?

- Sí.

- ¿Y cómo los pendientes largos cuelgan de mis orejas y enmarcan mi cuello?

- La verdad es que sí.

- ¿Y puedes decirme que no hemos empezado?

- No, claro.

- Estás aquí, con una mujer hermosa en un sofá, escuchando música y charlando. Esto es parte del proceso, Paco. Esto es sexo también.

Pueda que tenga razón. Debo calmarme. No soy un troglodita. Desde luego si “el momento” fuera ahora haría un sonoro ridículo. Debo concentrarme.

- Y aún así no me has ofrecido vino –dice ella.

- ¡Ah, vino! –me levanto y voy al aparador donde guardo un par de botellas de la última y escueta cesta de navidad. Desde que ella se fue, no tengo con quién beberlas-. Tengo también otras cosas, si quieres: Cerveza, zumo, café...

- Paco, a una mujer se la conquista con vino.

- Muy bien, vino entonces.

Cojo la que creo es la mejor botella de las dos y la abro. Sirvo un par de copas y las pongo en la mesa junto a la botella. Voy a dar un sorbo, pero Ángela me interrumpe.

- El vino es como las personas, Paco. Necesita respirar. Déjalo reposar un poco –me mira a los ojos y los deja allí-. Respira, Paco.

Pone la mano en mi pecho y trato de serenar mi respiración. Cuando me he calmado, coge mi mano y la pone en su pecho. Siento el encaje del sujetador en mi palma. No deja de mirarme.

- Trata de respirar conmigo, Paco. Uno, dos, tres... Inspira, expira. Muy bien. Otra vez.

Pasamos así cerca de un minuto. Siento el pecho de ella subir y bajar. Noto como algo se me empieza a despertar ahí abajo. Entonces quitamos las manos. Coge su copa y me tiende la mía. Dice:

- Por una velada maravillosa.

- Que así sea –contesto yo. Y empiezo a creer que va a serlo-. No esperaba que fuera a ser así –admito.

- Las cosas no son nunca como esperas. Esa es la alegría y la tragedia de la vida –bebe de su copa-. ¡Es bueno! A las mujeres les gustan los hombres que saben elegir un buen vino.

- Bueno, venía en una cesta de Navidad.

- ¡Paco! Pero no tienes porqué decírmelo. Piensa en esta conversación como en la ropa cuando viene alguien y tratas de quedar bien. Ya sé que tienes ropa vieja, pantalones de chándal y camisetas con manchas de lejía, pero no te las pones. Usa también tus mejores palabras.

- No sé si tengo de eso, Ángela.

- Claro que las tienes. Bebe un poco, no mucho, relájate y ayúdalas a salir. Yo te ayudaré.

- ¿Lo harás?

- Claro que sí. ¿Para qué crees que he venido?

Desde luego ha venido para algo muy distinto de lo que yo pensaba, al parecer. Comienzo a preguntarme si vamos a follar hoy, pero he de reconocer que después de tanto tiempo, es agradable beber vino con una mujer en tu sofá. Ya casi se me había olvidado.

- ¿Qué tal tu día? Y recuerda lo que acabamos de hablar. No me digas que tu día es una mierda o que tu vida no te gusta.

- ¿Qué te digo, entonces?

Me mira un segundo antes de contestar.

- Sorpréndeme, Paco.

- ¿Miento?

- Sólo si es una mentira suficientemente grande como para que no la confunda con una verdad. Aunque preferiría que dijeras la verdad. La verdad siempre es mejor.

Me detengo a pensar un segundo con la copa en la mano.

- He pasado el día nervioso esperando a que vinieras.

- ¿Por qué? ¿Creías que te iba a morder?

- Lo estaba deseando, sí.

Ángela deja su copa en la mesa, echa la cabeza hacia atrás y lanza una carcajada. No una como las nuestras, todo boca y dientes, sino una carcajada elegante, como si alguien muy educado se hubiera salido de su papel por un segundo y precisamente por eso tuviera más valor.

- Muy bueno, sí señor. Me has hecho reír, y eso es mucho. Hacer reír a una mujer es siempre un bien comienzo.

- Creía que habíamos comenzado hace mucho.

- La fase de la atracción, sí. Pero ahora comenzamos otra fase, la de confort.

- ¿Confort?

- Donde los dos nos sentimos cómodos el uno con el otro, nos relajamos y nos dejamos llevar.

- ¿Nos dejamos llevar adónde?

Baja la mirada, sonríe, levanta la vista y me mira. Me pregunto si es un gesto ensayado, es demasiado bueno para salir de forma natural.

- Justo ahí, Paco. Justo ahí.

- ¿Y cuánto dura esta fase?

- Oh, eso depende de muchos factores. Puede durar unos minutos o toda una vida. Muchos se quedan aquí estancados y se hacen amigos, pero nada más. Supongo que te sonará.

Me suena. Me suena. Me suena que te cagas.

- Sí. ¿Y qué hago para que eso no ocurra?

- Bueno, hay trucos. Uno que suele funcionar es la inversión.

- ¿Inversión?

- Piensa en una película. Un domingo, después de comer, el típico telefilme de fin de semana. ¿Cómo la ves? ¿Atento o de reojo mientras lees el periódico?

- Lo segundo, más bien.

- Exacto. Tienes que mantener su atención. Tienes que dar algo. Tienes que invertir algo.

- ¿Algo?¿qué algo?

- Un secreto, por ejemplo.

- ¿Cómo que un secreto?

- Cuando le cuentas un secreto a alguien, le haces cómplice. Le acercas a ti sin que se de cuenta. Ahora está en un nuevo círculo. Venga, anímate.

- ¿Quieres que te cuente un secreto?

- Ella no te puede forzar, Paco. Tienes que hacerlo por iniciativa propia.

¿Qué secreto le cuento a esta mujer? ¿La primera vez que me toqué? ¿Qué la primera vez que vi “El resplandor” pasé una semana sin dormir?

- Tú primero –le digo.

- ¿Yo?

- Claro, estamos en la misma fase. También debes invertir en mí, ¿no?

Da un trago a su copa y la vuelve a dejar en la mesa. Veo la pequeña marca de sus labios en el filo.

- Muy bien, me parece justo. Yo primero y después tú, ¿de acuerdo?

- De acuerdo.

>> Tengo una hermana pequeña, tres años menor. Cuando ella tenía seis años y yo nueve le regalaron una preciosa muñeca de porcelana. Algo hermoso, artesanal. Era a todas luces un regalo inadecuado para una niña de esa edad, que la rompería pronto. Pero lo que más me fastidió fue que a mí nunca nadie me había regalado algo tan hermoso. Y sentí envidia, lo reconozco. Así que una noche en la que mis padres miraban una película, me cole en el cuarto de mi hermana y se la robé. La guardé en un altillo y esperé a que terminaran las búsquedas de mi madre y las lágrimas de mi hermana. Pasó un tiempo y todos se olvidaron. Quedó como una pérdida más. Durante los siguientes años, cuando estaba sola en casa, la sacaba del altillo y jugaba con ella con extremo cuidado. Acariciaba su piel quebrada bajo la superficie lisa y fría y le cambiaba los vestidos una y otra vez. De alguna forma siempre me calmó, al mismo tiempo que me hizo sentir culpable por el robo. Pasó mucho tiempo, hasta que mi hermana cumplió 25 años. Ese día, me presenté en su casa con una caja envuelta con un enorme lazo. Dentro estaba la muñeca. Tenía preparada una historia, que la había encontrado en un altillo, pero no me hizo falta. Cuando la vio a mi hermana se le iluminaron los ojos y me dijo que durante años soñó con tener una muñeca así. Se levantó y con lágrimas en los ojos me abrazó y me dijo que yo era la mejor hermana del mundo. No se acordaba de que había sido suya, era muy pequeña. Pero atesoró el deseo de forma inconsciente todo ese tiempo. Estuve a punto de derrumbarme y decirle la verdad, que yo se la había robado y la había escondido a sus espaldas todos estos años, y sólo apretando los dientes pude conseguir callarme. Pero no puedo evitar que cada vez que pienso en ello me entren ganas de llorar.

Ángela se seca una pequeña lágrima aún no caída y manchada de rimel con un pañuelo. Tiembla ligeramente. Yo estoy ahí, petrificado, sin saber qué hacer. Por puro instinto alargo mi mano hasta la suya y se la cojo. Ella levanta la vista y me sonríe. Una sonrisa triste, tristísima. Acaba de un sorbo su copa de vino, se sirve un poco más y parece serenarse. Entonces me mira.

- Te toca –dijo.

Me quedo parado. No sé que contar. No tengo nada a la altura de lo que ella me ha revelado. Creo que no estoy preparado para algo así, pero me parece muy descortés no devolver nada después de ver cómo se ha abierto. A no ser que... pero no. No he contado eso a nadie. Ni siquiera a ella, y compartimos sábanas seis años. Con su mano aun en la mía, Ángela la pone en su pecho. La miro.

- Respira, Paco.

Respiro. Siento un inmenso calor con su mano entre las mías, sus dedos entre los míos, pero no es eso. Es algo más profundo, aunque aún no sé el qué. Respiro.

>>Cuando tenía quince años jugaba en un equipo de fútbol en tercera regional. Campos de tierra y rodillas despellejadas todos los partidos. Éramos aún unos niños, pero nos lo tomábamos muy en serio. Todos compartíamos el mismo sueño de llegar a profesionales, y soñábamos con el día que un ojeador nos fichara para las categorías inferiores de un equipo grande. Había pasado otras veces. Nuestro entrenador nos repetía y repetía que no nos concentráramos en eso, sino en los partidos, uno a uno y en los días de entrenamiento. Mario era el mejor del equipo. Jugaba de centrocampista, y era rápido, tenía visión de juego y sabía pivotar rápido para crear ataques. Y eso no se aprende ni se entrena, lo tienes o no. Éramos amigos. Un día, en los vestuarios, comenzó a decirse que había venido un ojeador a vernos. La verdad es que a veces venía alguien a vernos entrenar, pero siempre eran algunos viejitos buscando el sol en la grada o el padre de alguno de los jugadores. No recuerdo cómo se habían enterado, pero en cuanto salieron las palabras de sus labios, no pensamos en otra cosa. Ese día jugamos un partidillo, Mario y yo en equipos contrarios, y él jugó como nunca. Qué rápido era, qué hábil. Parecía imposible que pudiera caber tanto fútbol en un cuerpo tan pequeño. Todos mirábamos a las gradas en busca del ojeador, pero nadie le vio. Mario no hacía más que dejarme mal. Me dejaba con la zancada en el aire, me regateaba, siempre estaba un paso por delante de mí. Y siempre sonreía. Cada vez que me hacía algo, sonreía. Eso sí lo recuerdo. Yo estaba obsesionado con el ojeador y cada vez que él me hacía algo, sentía disminuir mis oportunidades. El fútbol es un deporte complicado. No llegan a profesional los mejores, es un cúmulo de circunstancias. No podía quedar peor, tenía que destacar ese día. Así que la siguiente vez que Mario se acercó con el balón me dije que no pasarían los dos. Nos cruzamos las miradas un segundo y él sonrió de nuevo. Joder, cómo recuerdo ese momento. Me amagó a un lado, al otro, y la pasó por debajo de mis piernas. Un caño. Me había hecho lo más humillante que te pueden hacer en el fútbol. Por un segundo, vi todo rojo. Así que antes de que se le ajera, roté sobre mí pierna izquierda y alargué la derecha, que impactó en su rodilla. Todos escucharon el chasquido por encima del grito de Mario, que cayó como un pelele sobre la tierra. Uno de los padres le llevó al hospital, y todo el equipo nos quedamos mudos, yo más que nadie. Era un campo pequeño y un equipo pequeño, no había repeticiones para discernir qué había pasado. Todos entendieron que yo lancé la pierna en un intento desesperado por recuperar el balón y que tuve mala suerte, excepto yo. Y Mario. Los dos sabíamos las verdad. Cuando fui a verle al hospital no me dijo nada. Tenía la rodilla enyesada. Le habían operado y le quedaban al menos siete meses antes de volver a pisar un campo. Se perdió el resto de la temporada. No vino ningún ojeador a vernos ese día, de eso nos enteramos después. Mario vino a jugar con nosotros algún partidillo amistoso al final de la temporada, dentro de su plan de recuperación. Pero ya no era lo mismo. No era tan rápido, pivotaba mucho menos y estaba oxidado. Había perdido el porcentaje que distingue a un buen jugador de una futura estrella. Aquel día, aguanté el partido como pude y en cuanto pude me escapé del campo a llorar para que nadie me viera. Mario menos que nadie. Porque él sabía la verdad, y no había dicho nada aun sabiendo que su carrera se había acabado. Tenía 16 años y estaba acabado. La temporada siguiente no me apunté al equipo. Aguanté una fuerte discusión con mi padre pero me planté, aunque él no lo entendió nunca. Pero no le podía contar la verdad. Mi padre siempre pensó que era un chico sin ambición y yo nunca le conté lo que hice aquel día en el entrenamiento. Pasé mucho tiempo pensando en ello, y sólo con el tiempo logré no olvidarlo, pero sí enterrarlo profundo. Algunos años después, cerca de los treinta, uno de los compañeros del equipo nos volvió a reunir para una cena. Yo dije que no podía ir, pero él insistió e incluso vino a buscarme a casa. Cuando fui, Mario estaba allí. Estaba más gordo y un poco calvo, pero sonreía, como siempre. Cenamos, bebimos y volvimos a beber. Cantamos viejas canciones y nos abrazamos borrachos. Al final de la noche, ya muy borracho, me acerqué a Mario y le dije que lo sentía. Que yo era el culpable de que él no fuera un futbolista de éxito, que le lesioné a posta. Le dije que yo sabía que él lo sabía y que necesitaba saber por qué nunca había dicho nada. Y él dio una calada a su cigarro, me pasó el brazo por los hombros y me dijo que lo hizo a posta. Me picó y picó hasta que le lesioné porque no quería continuar jugando al fútbol y no podía explicárselo a su padre. Era demasiada presión y había conseguido que ya no le gustara jugar, aunque fuera bueno. Así que se dedicó a humillarme durante todo el partido, a sonreírme y esperar que yo atacase y le lesionase. Yo le dije que no, que sólo trataba de hacerme sentir mejor por lo que pasó, que no era verdad, que no podía ser verdad. Entonces él me dijo: ¿No recuerdas lo que pasó aquel día en el vestuario? ¿Lo del ojeador? Yo le dije que claro que lo recordaba, que había sido por eso que lancé la pierna. Y él me preguntó: ¿No recuerdas que fui yo quién lo dijo? Se lo inventó. Se lo inventó y me picó para que le lesionara. Y lo peor no es eso, sino que funcionó. Yo no creía ser capaz de hacer algo así hasta que lo hice, pero Mario sí lo sabía. Me conocía mejor que yo. Sabía que era capaz de acabar con la carrera de un amigo para destacar. Y aun a día de hoy, tengo miedo de que nunca nadie llegue a conocerme mejor que aquel chico cuando teníamos quince años.

Digo las últimas palabras con esfuerzo, tragándome las lágrimas. Cuando termino comienzo a sollozar y me siento otra vez ese niño de quince años capaz de acabarlo todo con un chasquido. Me tapo la cara con las manos y me quedo en mi lado del sillón. Ángela se acerca hasta mí y pone sus brazos sobre los míos, girándome pata encajarme en sus clavículas. Apoyo la cabeza en su hombro, sobre su pelo, y aunque me clavo uno de sus pendientes continúo allí. Por un momento me siento como en el vientre materno. Seguro, protegido. Caliente. Ángela se separa y nos encaramos. Estamos apenas a un par de centímetros.

Cuando me doy cuenta, me está besando. Creo que no he sido yo, pero no lo sé seguro. Ha pasado muy rápido y muy lento al mismo tiempo. Como ver la miel desprenderse de la cuchara. Se separa y me mira desde esa distancia donde todo aire es aliento.

- Vamos.

Yo la miro.

- ¿Vamos?

- Sí.

Joder, ahora no sé si estoy preparado. Ahora mismo no sé si lo ha estado nunca. Me lleva de la mano al dormitorio, a mi cama. Me tumba y me besa mientras se quita la ropa y me quita la ropa. Es hábil. A mí ya me cuesta desvestirme solo sin tener a una mujer encima. En el estado en que me encuentro, tras haber contado la historia, no tengo claro qué es lo que puede pasar. Me falta sangre en la cabeza para pensar. Me sobra mujer para follar.

Se quita la chaqueta y los vaqueros, pero se deja los pendientes. Cuando su ropa interior se desprende, no sé cómo, todavía atino a decir algo.

- ¿Y en qué fase estamos ahora?

Ella se ríe y sus pendientes se balancean cerca de su hermoso y largo cuello.

- Estamos en la fase en la que sobran las palabras.

Se vence sobre mí y me besa de nuevo. Siento su lengua frotando la mía y otras extremidades enroscándose a mi alrededor. Me siento como la presa de una boa, una que está deseando que la devoren.

Echando la vista atrás no se bien cómo lo hemos hecho, pero al final hemos acabado haciendo aquello para lo que habíamos quedado. Ella no deja de alentarme todo el tiempo con miradas, con gemidos, con susurros, con palabras que parece que van a salir y no salen. Yo trato de ser cariñoso y atento, de cuidar sus necesidades, de que sienta que estoy ahí por ella y no sólo cuidando mis propios asuntos. De pronto se para. Me mira y me retraigo un poco.

- Paco, ¿qué haces?

- Esto... intento que seamos un equipo.

- Paco, este no es el momento de ser amable.

- ¿No?

- No Paco. Esta es la hora de los animales.

Y entonces me suelto. Me siento como el protagonista de una película pornográfica. Oleadas de sensaciones sacuden mi cuerpo y, joder, ni siquiera sé cómo explicarlo, estoy demasiado ocupado ahora mismo. Puede que ella tenga razón; hay momentos que no están hechos para las palabras.

Cuando terminamos, caigo rendido sobre las sábanas. Me siento emocionalmente exhausto, como una rueda dentada que se ha ido desgastando poco a poco hasta quedar lisa, llana, feliz. Ángela está a mi lado y continua rozándome con los dedos, con un cariño y una ternura que me destroza por dentro y por fuera. No sé cuando tiempo permanecemos así ni si es ella la primera que cae dormida, supongo que no. Tampoco es que sea importante.

Me despierto a la mañana siguiente y sé que no se ha ido, aun antes de ver algunas de sus prendas en el suelo. Voy hasta la cocina y la veo vestida con una de mis camisetas, una de las viejas con manchas de lejía que trataba de ocultar. Una de mis favoritas. El café se filtra en la cafetera y las tostadas saltan. La luz de la mañana entra por las ventanas y durante un instante que trato de fijar en mi memoria todo parece estar bien como una postal sin dirección lanzada al viento.

- ¿Me ibas a llevar el desayuno a la cama? –pregunto.

Ella se da la vuelta. No viste los vaqueros, el leve escote ni la chaqueta de punto. Los pendientes no cuelgan de su cuello, pero siento que la fase de la atracción comienza de nuevo.

- No, pero iba a despertarte para que desayunásemos juntos.

Me siento y unto mantequilla en las tostadas. Ella da un sorbo a su café, y me mira.

- ¿Sabes? Para mí, este es el mejor momento.

Voy a preguntar por qué, pero no lo hago, porque creo que para mí también lo es, los dos sentados en silencio, desayunando en la cocina. Pero no me engaño, sé cual es la situación. Cuando Ángela termina, se viste en el dormitorio y aparece con el bolso ya colgado y los pendientes de nuevo en las orejas. Parece algo cansada y tiene un leve atisbo de ojeras. Está preciosa.

- ¿Qué momento es este? –pregunto.

- El momento de marchar.

- Es un momento triste.

- No existen momentos tristes, Paco, sino personas tristes. ¿Tú te sientes triste?

- No.

- ¿Y puede ser un poco debido a mí?

- Mucho.

Se acerca y me da dos besos. Siento sus labios apoyarse en mis mejillas, el roce de su piel contra la mía, como una sesión de sexo en miniatura.

- ¡Espera! –le grito-. Tengo que pagarte.

- No es necesario. Ya se ocupó Javier.

- ¿Y eso?

- Considéralo un regalo de amigo.

- Gracias.

Y lo digo de verdad.

- Recuerda Paco, que de todos estos pasos, el más difícil siempre es el primero.

Por mi cara ella entiende que no sé cual ha sido el primer paso. Vuelve a reírse y los pendientes rozan su cuello.

- Llamar, Paco.

Me lanza un beso y sale por la puerta. Yo me quedo solo en la mesa de la cocina y me termino mi café. Lavo las tazas y las pongo en el escurridor mientras trato de no analizar todo lo que me ha pasado.

Javier me llama al teléfono.

- ¿Qué? –me espeta.

- Joder, Javier.

- ¡Lo sabía, lo sabía! ¿Te lo dije o no te lo dije?

- Sí, me lo dijiste.

- ¡Claro que te lo dije! ¡Claro que sí!

- Y gracias por la invitación. Ha sido un detalle.

- No se de qué hablas, tío. Yo solo te di el teléfono.

Hablamos un rato más y comentamos la jugada, pero no le cuento lo más importante. No le cuento cómo me he sentido ni mi secreto ya revelado. No le cuento lo ligeros que siento los pies en este momento. Nos dedicamos a hablar de cosas de tíos, decimos de vernos para unas cervezas al día siguiente y colgamos.

Entonces me doy cuenta que no he pensado en ella en todo el día. Y miro su número en el móvil y pienso en marcarlo, pero no lo hago. Me dedico a pensar en todo aquello que hice mal, todas mis prisas, todas mis neuras. Y creo que en el futuro podré hacerlo mejor.

Ahora sé cómo.


Santiago Pajares. “Ángela”. 24 de Marzo de 2011

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