Monday, January 14, 2008

Piedras

Sé que puede sonar absurdo, pero es una afición mía. No digo que nadie tenga que estar de acuerdo ni compartirla. Tampoco lo recomiendo como terapia para equilibrar el chi o redondear los chacras. Tan solo es algo que comencé a hacer. Creo que la primera vez tenía seis años. Me maravilló aquella playa hecha de piedras y guijarros. Todas las playas que había visto en mi vida, ya sabéis, en fotos, videos y películas, en calendarios o dibujos, eran de arena fina. Amarilla o marrón o blanca. Pero aquella estaba sembrada de millones de guijarros y piedras de todos los tamaños. Cogí una de ellas, busque la superficie plana y estampé una palabra con un rotulador. No me acuerdo de cuál era. Tan solo me fijé en el conjunto de letras que flotaban en mi cabeza y lo escribí en la superficie de la piedra. He pasado muchos años tratando de recordar esa primera palabra que lo cambió todo. Al menos para mí y mi forma de ver el mundo.

Un par de años después mis padres y yo volvimos a la misma playa. Yo en ese momento tenía un hermano pequeño, apenas un bebé. Ya sabéis, balbucía cosas sin sentido y movía los brazos, pero no parecía estar diciendo nada. Me acordé de la piedra de unos años antes y traté de buscarla. Recordaba con claridad la forma, su superficie pulida rota por una muesca en un lateral. Pasé dos días levantando piedras y arrinconándolas en el otro lado de la playa, pensando que hay un número limitado de piedras y que en algún sitio debía estar. Al fin y al cabo, nadie se llevaba piedras de la playa de recuerdo. Tras sorber las lágrimas por no haberla encontrado cogí otra piedra, la más parecida que encontré, agarré un rotulador de los que mis padres me traían para que pintara y los dejara tranquilos y escribí otra palabra. Esta sí la recuerdo, pero no os la voy a decir. Pienso que en cierto sentido no debo hacerlo, al fin y al cabo no es mi palabra. La puse tan solo porque mi hermano no sabía escribir, solo movía los brazos sin hacer nada. Pensé que así mi nuevo hermano tendría también su piedra. Para que no me ocurriera lo de antes me fui a un extremo de la playa y la coloqué en un saliente de roca, lo más alto que pude subir a un peñón antes de que mis padres comenzaran a gritar que me bajase.

Pasé aquel año pensando en aquella piedra. Cuando llovía, imaginaba las gotas de lluvia golpeando y resbalando por su superficie. Cuando hacía sol, tocaba alguna chapa caliente de coche e imaginaba que esa debía ser la temperatura de la piedra. En cierto modo, cuando las cosas me iban mal, cuando mis padres se gritaban y se tiraban cosas y nos mandaban a mi hermano y a mí quedarnos en mi cuarto, yo me acurrucaba en un rincón y pensaba en la piedra. Me imaginaba que yo era esa piedra, y que ni todo el sol ni toda la lluvia del mundo podrían traspasarme.

Según me fui haciendo mayor, continué haciéndolo. Cada vez que íbamos a un sitio nuevo y a mí me gustaba un paisaje o algo me emocionaba, cogía una piedra, sacaba un rotulador y escribía una palabra, la primera que se me venía a la cabeza. A veces no eran palabras pre-existentes, sino que las creaba yo mismo en ese momento. Eran la transfiguración en letras de mis estados de ánimo. Nunca he creído en las palabras. Las palabras van y vienen, pero las piedras se quedan para siempre. Me imaginaba esas piedras en la era prehistórica cuando los dinosaurios dominaban la tierra y en épocas futuras, cuando hubiéramos contactado con extraterrestres y las guerras se hubieran acabado. Mis piedras seguirían allí. Serenas. Inmutables.

Llegué a atesorar cientos de piedras en más de dos docenas de países por todo el mundo. Había palabras de mi invención en arrozales de China, en templos budistas en Japón, en las explanadas de nazca, en el fondo de minas de diamantes ya en desuso. Allí estaban mis piedras, todas perfectamente rotuladas con palabras ininteligibles incluso para mí. Pienso en ellas y me siento mejor. Me tranquiliza. Pienso en que estoy desperdigando mi alma por los lugares del mundo que han sido importantes para mí, que cuando yo me vaya mis piedras seguirán en el mismo sitio. Algún día alguien las verá, recordará a la persona que las rotuló y se preguntará el porqué. Me divierte pensar que ni siquiera yo mismo lo sé. Me río antes de tener el chiste.

Los años transcurrieron y me hice adulto. Hice lo que los adultos hacen. Encontré un trabajo y una mujer que decía que me quería y me abrazaba por las noches antes de quedarse dormida. Tuvimos un hijo y después otro y yo trabajé más para que a ellos no les faltara de nada. Traté de evitarles las peleas que yo presencié de mis padres. Les abracé a su vez y les dije que les quería, y ellos sonrieron y me dijeron que me querían, y todo parecía estar bien. Tenía mi mujer. Tenía mis niños. Tenía mis piedras y mis palabras sin sentido. La cosa no podía ir mejor.

Cuando los niños fueron algo mayores, mi mujer se empeñó en que nos fuésemos de vacaciones. Insistió e insistió en que los niños debían salir de la ciudad y respirar otros aires aunque fuera por unos días. Empujó y empujó hasta que a mí no me quedaron fuerzas para decir que no y accedí a llevarlos a la playa, la misma a la que mis padres nos llevaron a mi hermano y a mí antes de que nuestra vida familiar se convirtiera en un infierno.

Mientras veía a mis hijos lanzándose guijarros pensé que mi tradición bien podría no acabar conmigo, y que podría enseñar a mis hijos a hacer lo mismo que yo, así que les llamé y cogí un rotulador y les expliqué lo que hacía y por qué lo hacía. Ellos me miraron sin comprender nada. Creían que era algún tipo de juego, pero no le encontraban el sentido ni la diversión. Yo no le di demasiada importancia, al fin y al cabo eran niños. Imaginé qué siendo adultos quizá le encontraran una lógica que a mí siempre me fue esquiva. Miré a mi alrededor y comencé a buscar una piedra como la de aquella primera vez, con una muesca en un lateral. Tras un par de minutos encontré una adecuada y se la enseñé. Ellos solo veían una piedra. Saqué mi rotulador del bolsillo y le di la vuelta. En la superficie, borrada por el tiempo, encontré los trazos de aquella primera palabra que escribí cuando era niño. La erosión del aire y el agua habían casi borrado los trazos por completo. Aquella palabra había desaparecido para siempre. En un segundo se me vinieron a la cabeza las cientos de piedras que había atesorado y cómo en unos pocos años ya no quedarían siquiera los trazos que recordaran que alguien las había escrito. Las palabras van y vienen, pero las piedras se quedan. Mis hijos se asustaron cuando comencé a llorar desconsolado, viendo como las lágrimas corrían por mis mejillas. El más pequeño tocó una de ellas con el índice y la sostuvo un momento en su yema. Entonces me abrazó y trató de consolarme como yo le consolaba a él cuando lloraba. Y yo le miré y él me miró. Y entonces, no sé por qué, los trazos de la piedra no me parecieron pequeños fragmentos de mi alma desperdigados.

El mayor me quitó la piedra de la mano y la lanzó al mar. Miramos las ondas en el agua hasta que desaparecieron. Nos cogimos de la mano y volvimos a casa.

© Santiago Pajares. 14 de Enero de 2008

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