Saturday, December 01, 2007

Click

He tratado de buscarle sentido mil veces, pero siempre acabo en un callejón sin salida, frente a un muro, con una bala en el suelo. En la bala hay un nombre escrito, pero me aterra comprobar si es el mío. No he jugado lo que se dice demasiadas veces, quizá una docena. Puede que a los demás, a los que nunca han probado ago así, les parezca poco, pero en el mundillo soy considerado un “viejo”. Comienzan a llamarte así tras tu sexta partida. Cuando has vencido a la estadística.

Sé por qué comencé a jugar. Estaba desesperado y necesitaba el dinero. Tanto que ni siquiera los usureros me prestaban. Era considerado una pérdida segura. Supongo que es lo que todos me han considerado toda mi vida. Cuando surgió la oportunidad, cuando alguien me lo comentó en una fiesta, el amigo de un amigo, y yo ya llevaba tres o cuatro copas de más (lo que en mi caso particular podría significar que me había bebido diez copas), hice que me lo repitiera y profundizara más en el tema, que se explicara a fondo. Y entonces algo cambió en su rostro. Fue como si todo el alcohol que brillaba en sus ojos se fuera por el desagüe. Me llevó a un aparte y me lo contó todo. Todos saben las reglas, es sencillo. Pero hay algunas más, cuestiones prácticas que hay que tener decididas antes de sentarse a la mesa. Dónde, cuándo, cuánto. Lo que me estaba haciendo era una proposición en toda regla, no era algo para tomárselo a broma. Me pregunto que vio en mí para lanzarse de tal manera. Quizá mi desesperación era más evidente de lo que yo pensaba. Tiempo después me enteré de que él se llevaba una buena comisión por atraer a nuevos jugadores. Es normal que a él le interesase si cabe más que a mí. Él no sufría riesgos. Él no apretaba el gatillo.

Acepté. Eso es todo. Era la solución. Si salía bien, ganaba el dinero y salía de aquel embrollo. Si no, no habría razones de preocuparme nunca mas. No habría nunca más.

Aquel amigo de un amigo me llevó hasta allí. Me acompañó de la mano hasta la puerta y me presentó a los organizadores. Él nunca llegó a decirme su nombre, aunque me enteré tiempo después. Altos cargos del mundo de las finanzas, de la política, de la cultura. Nos llevaron a un sótano y nos hicieron sentar en unas sillas. Seis sillas alrededor de una larga mesa circular. A una buena distancia unos de otros. Tenían los ángulos estudiados para que no hubiera peligro. Qué gracia. Los escasos metros que nos separaban no impedían olernos los unos a los otros. El sudor era pura adrenalina. No es el olor de la aventura. Es el olor del miedo.

Yo era el cuarto. No recuerdo bien quién estableció el orden. Tan solo alguien me puso una mano en el hombro y dijo el número cuatro en voz alta, para que se enterasen todos. Entonces levante la vista y les vi, pegados a las paredes, poco detrás de la punta de sus cigarros, de sus sonrisas de satisfacción.

Pusieron un revolver en la mesa. Lo abrieron y mostraron su tambor vacío. Introdujeron una bala, lo hicieron girar, lo cerraron. Lo amartillaron y pusieron delante del participante designado con el número uno. Aquel hombre, vestido con chaqueta y corbata lo miró un instante. Suspiró y se lo llevó a la sien. Disparó. No ocurrió nada. Dejó escapar el aire, y cuando lo hizo me di cuenta de que yo también lo había estado reteniendo. Alguien cogió el revolver de la mesa y lo colocó delante del jugador número dos. Aquel personajillo temblaba de tal forma que tuvo que usar las dos manos para levantar el revolver. Con el cañón metálico apoyado en la cabeza comenzó a farfullar algo por lo bajo que ninguno supimos comprender. En medio de esa letanía apretó el gatillo y un sonido ahogado pareció inundar toda la sala. Sus sesos salieron volando hacia la pared lateral, pero nadie se ensució con ellos. Todo había sido estudiado. Los cigarros farfullaron por la bajo antes de salir por la puerta. El resto de participantes se levantaron y lo siguieron. Mi amigo me cogió del hombro y me llevó fuera. En la sala tan solo quedó el hombre con la cara apoyada sobre la mesa y todas sus antiguas esperanzas decorando la pared en gris y escarlata.

En algún momento alguien me puso en la mano un gran fajo de billetes enrollados con una goma. Cuando me quise dar cuenta estaba fuera de la parcela de la casa y las luces de los coches se alejaban. Mi amigo había desaparecido. Levanté una mano y llamé a un taxi. Cuando llegue a mi casa saqué dos billetes del fajo y se los entregué. Salí por la puerta sin decir siquiera que se quedara con el cambio. Subí a mi piso y me acosté.

No dormí en toda la noche.

En los días siguientes entregué el fajo a una persona y las negras nubes de mi horizonte desaparecieron. Pero aquello que parecía el fin no resultó más que el principio.

No podía alejar de mi cabeza cada detalle de aquella noche. El olor del sudor propio y ajeno mezclado con el humo a nuestras espaldas. El plástico del suelo, la humedad de aquella habitación. Recuerdo la serenidad del jugador número uno y el nerviosismo del número dos, como si supiera a ciencia cierta que esa era su hora, que la bala de aquella noche llevaba su nombre escrito. Me pregunté una y otra vez como habría reaccionado yo. Si habría llorado. Si habría mostrado entereza. Aquel parecía uno de aquellos momentos de los que tanto había oído hablar a lo largo de mi vida. Uno de aquellos momentos e que descubres de qué madera estás hecho.

Los días pasaron sin pena ni dicha, como toda mi vida anterior a aquella noche. Como un muerto en vida. Trabajar, comer, cagar, ir a la compra, acercarme a los bares a probar suerte en la barra. Ninguna emoción auténtica. Nada comparable a aquella noche. Llamé a mi amigo de la fiesta e hice que localizara a su amigo. Tras un par de callejones sin salida logré dar con él y que me aceptara de nuevo. Lo mismo que la primera vez. Sin sentimentalismos. Fijamos una noche tres semanas después. La noche del todo o nada. Y aquellos veintiún días fueron los mejores de mi vida. Me levantaba cada mañana de un salto y salía a la calle a buscar rayos de sol. Abandoné el trabajo sin preaviso, tan solo con una visita de despedida y un hasta la vista, que te vaya bien. No tenía sentido malgastar ahí ocho horas diarias de los que podían ser mis últimos veintiún días. Cambié los cristales de mis gafas. Cambié mis ojos tras los cristales.

Me acosté con dieciséis mujeres en esos veintiún días. No comí verdura. Bebí el alcohol que peor me sentaba. Llamé a mi familia y amigos y les dije que les quería. Todos me preguntaron si iba todo bien, si el médico había encontrado algo en mis análisis. Les dije la verdad: Nunca me había encontrado mejor.

La noche veintidós le pregunté a mi amigo amigo si podía ser uno de los primeros en jugar. Me dijo que vería qué se podía hacer y acabé designado jugador número dos. El primer participante lloró y tembló, pero su disparo sonó a hueco. Cuando pusieron el revolver delante de mí los brazos no me respondían. Como en un sueño los alargué y desperté en el momento en que mis dedos tocaron el frío metal y la culata de nácar. Lo así con fuerza hasta que mis nudillos se volvieron blancos. Lo apoyé en mi sien y sentí que se hundía, que quería quedarse conmigo. Alejé el pensamiento de mí y apreté el gatillo. No ocurrió nada. Fue el cuarto jugador el que decoró la pared con sus últimos pensamientos. Mi lugar en la partida anterior. Jamás me había sentido tan vivo. Al levantarme de la mesa me di cuenta de que me había orinado encima.

Recogí mi dinero y quedé esa misma noche con mi amigo amigo para la siguiente partida. Comencé a vivir mi vida en ciclos de cinco semanas. Quizá mis últimas cinco, quizá no. Aquello era mejor que el sexo, pobre sustituto de mi felicidad. Aprovechaba los días al máximo, apurando mis noches hasta el alba, dando el último trago a mi copa, rechazando de nuevo la verdura. Me había habituado a levantarme más veces en una cama ajena que en la mía propia.

Tres partidas después, antes de convertirme en un “viejo”, ocurrió algo. Algo que ni siquiera desde mi nueva perspectiva a corta distancia me había imaginado que pudiera pasar, aunque la lógica estuviera en mi contra. Yo jugaba en quinto lugar y el revolver pasó de mano en mano hasta llegar a mí. Las posibilidades estaban al cincuenta por ciento, aunque ninguno de los jugadores pensamos en términos de estadística. O la bala llevaba tu nombre o no. Tan simple como eso. Tan peligroso como eso. Miré a los ojos del sexto jugador y reconocí algo de lo que había llegado a brotar dentro de mí en los últimos meses. No era miedo. No era expectación. Era ansia. Ansia para que yo saliera bien librado y llegara su oportunidad de apretar el gatillo con la certeza del nombre de la bala. Leí en sus ojos que el nombre era el mismo para todos: Destino. Pero el de quién.

Yo apreté el gatillo mirándole a los ojos. No ocurrió nada. Tan solo un murmullo detrás de los cigarros encendidos, maldiciones por lo bajo, expectación. La incógnita había sido resuelta. El protocolo resolvía que el sexto jugador podía levantarse y salir de allí sin cobrar su dinero. No volvería a ser aceptado en el juego nunca más. En cambio, si apretaba el gatillo un gran porcentaje de las ganancias iría a parar a la persona por él designada. Mientras todos murmuraban y comenzaban a retirarse, cogió el revolver, lo apoyó en su sien y me miró de la misma forma que yo le había mirado a él antes. Disparó. Un chorro de sangre, como salido de una ametralladora, me impactó la camisa y el rostro. Nadie dijo nada. Todos salieron, se subieron a sus coches y se fueron a sus casas. Mi amigo me contó que aquello pasaba más veces de las que me podía imaginar, que la expectación era tan alta que llegado el momento algunos de los jugadores preferían liberarla con un estallido. Muchos de ellos veían el juego no como un suplicio o una emoción, ni siquiera buscaban una salida económica a una situación apurada, sino una expiación de sus pecados. Pobre amigo. Tantas veces estuvo presente y nunca llegó a entenderlo. No podía. Nadie que no hubiera tenido apoyado en la sien el frío destino podía entenderlo. Aquella noche le pedí jugar en sexto lugar en mi sexta partida.

Algo en mi cambió. Mis días ya no era una fiesta de cinco semanas. Se convirtieron en un suplicio de horas, minutos y segundos. Pasé treinta y cinco semanas sin tocar un revolver. Siete partidas. Me convertí en leyenda. Algunos me consideraban el hombre más afortunado del mundo. Todos apostaban a mi favor, me daban propinas extras a mi sueldo por partida. Me dediqué a guardar los fajos en un cajón del aparador del salón sin contarlos jamás, cogiendo lo estrictamente necesario para vivir. Alquiler, gas, luz. Ahora que los días parecían haberse apagado para mí y no había watios que pudieran devolverme al camino perdido. Mis últimas tres partidas fueron lo que se consideraba de alto nivel. Comencé a jugar en las grandes ligas. Mi amigo había hecho correr el rumor de que si mi turno llegaba yo dispararía igualmente. Una cuestión de honor, decía él. Maldito imbécil.

Llevaba tres meses comiendo solo verdura. Mis mejillas se habían afilado. Las venas habían emergido en mis antebrazos. El brillo había desaparecido de mis ojos.

Y llegó la partida número trece. El revolver fue pasando de uno a otro por mis cuatro primeros compañeros. Cuando llegó el quinto, él me miró a los ojos y vi el ansia de nuevo. Deseé con todas mis fuerzas que se salvara, que llegara mi tuno y me encontrara ante el momento donde uno descubre su madera. Donde reúnes el valor para atrapar el instante o lo dejas pasar. Parecía que el cincuenta por ciento de posibilidades pesó más a mi compañero de lo previsto. Tardó más de cinco minutos en levantar el cañón hasta su sien entre hipidos, susurros y plegarias. Apretó el gatillo y no pasó nada.

Y alguien puso el revolver frente a mí. Nadie se movió de su sitio, ni siquiera mis compañeros. El quinto jugador comenzó a sollozar. Yo podría haberme levantado e ido sin mayores consecuencias que no cobrar mi paga. Nadie me lo hubiera echado en cara, pero nunca me habrían permitido volver a jugar. No cuando mi leyenda era mayor que yo mismo, agrandada por cada explosión y cada golpe hueco del gatillo.

Apoyé el revolver en mi sien y traté de visualizar el nombre en la bala. Destino. Mi propio nombre. Y descubrí que me equivocaba. Lo comprendí igual que aquel otro hombre lo comprendió antes de disparar. No hay ningún nombre en la bala más allá del fabricante, marca y modelo. Tan solo es una bala. Un agujero entre seis en una pistola. Y nosotros tan solo hombres sentados alrededor de una mesa. Y tras nosotros sólo cigarrillos encendidos y susurros. Pensé en la probabilidad fuera de la estadística de que la bala no se disparase, no como esperanza, sino como un temor. No es que deseara morir, es que me aterraba seguir viviendo con un 16’6% factorial a mis espaldas.

Apreté el gatillo.

Click.

© Santiago Pajares. Diciembre 2007

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