Monday, June 01, 2009

Mujeres (Homenaje a Bukowski)

No sé de donde salen todas esas mujeres. A veces, cuando una de ellas está tumbada a mi lado tras una clásica sesión de metesaca trato de evocar dónde y cómo la conocí, y no me avergüenza decir que no siempre tengo éxito. Parecen materializarse a mi lado en el sofá mientras bebo mi último pack de seis cervezas. Me dicen:

- Hola.

- Hola -contesto yo-, ¿una cerveza?

- Claro.

Y entonces cogen mi última cerveza del pack y trato de pensar si será mas adecuado bajar a comprar más a la bodega de la esquina o entablar conversación con ellas. Entiéndeme, nunca he sido mucho de hablar, siempre me he considerado un hombre más de acción, pero tienes que decir algunas cosas antes de proponer irse al catre a una mujer. Un qué tal, a qué dedicas, tienes hermanos, tienes trabajo o cobras el paro.

Nunca es bueno hablar demasiado. La palabra es enemiga de la acción. Creedme cuando os digo esto, soy escritor. Aquellos que escriben mucho es porque han hecho poco. Mis amigos escritores, que por supuesto no son muchos porque los escritores nos odiamos unos a otros, lo saben. Lo que quiero decir es que si te pasas la noche hablando y bebiendo con una mujer, el tema no avanza. O estás demasiado borracho para acostarte con ella, ella está demasiado borracha para acostarse contigo o, Dios no lo quiera, acabáis siendo amigos. Para aquellos de vosotros que no tienen amigas mujeres, una amiga es aquella mujer con la que no mantienes relaciones sexuales. Solo hablas de sus problemas y de temas insustanciales. ¿Cuál es la diferencia con uno de tus amigos, entonces? Es sencillo: No quieres tener sexo con uno de tus amigos.

Mi sistema es sencillo, lo que no quiere decir que siempre funcione. Es solo un sistema que tengo hasta que encuentre uno mejor. Yo las traigo a mi casa, o voy a la suya, esto ultimo es preferible, las doy de beber dos, tres, cuatro copas de vino, cuantas más mejor, y entonces ataco. Una conversación típica podría ser así:

- Bebe un poco más.

- No puedo, ya estoy bastante borracha.

- Cuanto más bebes, más hermosa estás.

- ¿Tú crees?

- Yo te veo más hermosa, al menos.

- Bueno, pero solo un poco.

- Aquí tienes.

- Gracias.

- Creo que estoy demasiado bebido para irme a casa ahora.

- Puedo prepararte el sofá.

- Odio los sofás. Tengo escoliosis.

- ¿Qué sugieres entonces?

- Deberíamos acostarnos.

- Tengo novio.

- Hablaba de acostarnos tú y yo.

- No creo que deba.

- A mí me está pareciendo una idea que mejora por momentos. ¿Un poco más de vino?

Por supuesto el vino es una excusa. No creáis que emborracho a las mujeres para acostarme con ellas. Las emborracho para que afloren en ellas sus deseos reprimidos de acostarse conmigo. Reprimidos por la sociedad puritana en que vivimos. Reprimidos por los comentarios de sus amigas. Por sus jefes. Por los horarios del metro y el autobús. Yo solo pretendo darles algo de libertad sexual. Nunca he violado a nadie. Les he incitado sí, pero a veces un poco de vino y buena conversación es mejor que un arma. Si los violadores lo supieran, todos seríamos mas felices.

Soy un hombre que frisa la cincuentena y hasta hace cinco o seis años no he comenzado a disfrutar de mi libertad sexual. Y por libertad sexual me refiero a la capacidad de encontrar mujeres que quieran acostarse conmigo. Esa es la búsqueda definitiva. Siempre he conseguido encontrar mujeres que querían acostarse con mis amigos o con alguno de mis hermanos, pero creo que ha sido ahora cuando he dado con la tecla que llevaba décadas intentando tocar. El truco es sencillo: Ha dejado de importarme.

Conozco a mujeres como quien mira las noticias en periódicos. Como un acto más de mi vida cotidiana. Que una mujer no me haga caso me produce el mismo efecto que si me lo hiciera. No me pongo nervioso, y eso se nota. Las mujeres no quieren a hombres nerviosos. Buscan a hombre seguros de sí mismos. Prefieren un hombre que camine con seguridad hacia un precipicio a otro que dude del camino a seguir. Yo ahora soy de los primeros.

Ellas tampoco saben bien qué hacer con el sexo. No saben si es una forma de conectar, una herramienta de disfrute personal o algo que se hace porque no hay mucho más por hacer. Considero mi trabajo sacarlas de sus dudas, entrelazar sus dedos con los míos y juntos dirigirnos al precipicio.

Me acuesto con mujeres. Como con ellas. Bebo con ellas y luego escribo lo que me ha ocurrido. Esa es mi profesión. Puede que no sea la mejor del mundo, pero lo considero más agradable que estar poniendo ladrillos al raso en una obra o vivir diez horas diarias en un cubículo de dos por dos con cinco. Por alguna razón que desconozco, algunas personas consideran mis relatos interesantes. He tratado de preguntarles acerca de ellos y no han sabido darme respuestas concretas. Me hablan de sensaciones y emoción y yo no les comprendo. Yo solo pongo palabras una detrás de otra, lo mismo que intento hacer con las mujeres. Con más o menos éxito.

Mis relatos no solo gustan a los hombres. Hay mujeres que también encuentran atractiva mi franqueza respecto a ciertos temas. Me dicen que si los hombres fuésemos siempre directos, todo sería más sencillo. Entonces, si las encuentro atractivas, les pido que se vayan a la cama conmigo. Si no las encuentro atractivas también lo hago. En el segundo caso mis posibilidades de éxito son rotundas.

Hay algo hermoso en fornicar con mujeres feas. Con las guapas siempre es más difícil, quieren que les hables al oído y les traigas el desayuno a la cama al día siguiente, algo a lo que por supuesto tú accedes sabiendo que ya no estarás allí. Con las feas todo es más fácil y directo. Yo soy feo. Todos sabemos lo que hay. Las guapas fantasean más. Las feas han sido golpeadas por la dura realidad tantas veces, en entrevistas de trabajo, en la universidad, en las colas del supermercado donde no les permiten colarse, que saben que no hay más cera que la que arde, y que las palabras y promesas bonitas morirán con la llegada de la mañana. Es sencillo que con el tiempo una mujer hermosa te parezca una aberración; solo hay que escucharlas hablar un par de horas sin beber ninguna copa. No con todas, claro, pero es una apreciación que he hecho tras algunos años de experiencia. Las feas son más agradecidas y en consecuencia, tú eres más agradecido con ellas. Bajar hasta ciertas posiciones con una mujer hermosa parece parte de una regla no escrita por ellas, algo que has de hacer si quieres acceder a ciertos niveles de placer. A las feas se les da como regalo por el trabajo bien hecho, y ellas lo agradecen. Las guapas nunca agradecen nada.

No me entendáis mal, no me creo superior a nadie. A mí todo el mundo me mira por encima del hombro, pero he decidido que es algo que no me molesta. Sé que soy alguien que no está integrado en la sociedad, un bug informático molesto pero aceptable, el precio que tienen que pagar las sociedades modernas y libres. Me he hecho a mí mismo, lo que no quiere decir que me haya hecho bien.

Siempre escribo por las tardes porque siempre tengo esperanzas de follar por las noches. Tras algunas horas y algún cuento o poema, dependiendo de cómo me haya ido el día, salgo a beber algo a algún bar del barrio, o compro un pack de seis y me voy a parque a beberlo cerca de un arroyo. Hay algo en el sonido del agua que me relaja. La cerveza por supuesto también ayuda. Entonces veo a mujeres y les digo algo. Sin pensar mucho, lo primero que me sale. Algo del estilo:

- ¿Vienes mucho por aquí?

O:

- ¿Tienes una cigarrillo?

O:

- ¿Crees en la combustión espontánea o lo consideras solo un mito?

Y algunas responden y otras continúan caminando sin hacerme caso. Las que no me contestan no me preocupan, ya os lo he dicho antes. Y las que sí contestan ya os he dicho lo que hago con ellas. O lo que ellas hacen conmigo, no se qué es peor. Mucha gente considera que los hombres usamos a las mujeres, pero por cada una de estas opiniones estoy seguro que encontraría a un hombre que opinaría que las mujeres usan a los hombre con iguales o peores fines. Hay cosas peores que un mal polvo. Tratad de hablar con alguien del sexo opuesto durante un par de días sin beber nada y sabréis de que os estoy hablando.

A veces la gente me reconoce por la calle y me piden algún consejo, como si y supiera los secretos de la existencia, como si fuese algo más que un viejo borracho que pone líneas en un papel. Yo trato de decirles que beban, que rían, que follen y que salgan a pasear más, si pueden acompañados. Ellos suelen irse desencantados, como si esperasen una fórmula matemática. Algunos hasta me insultan, pero yo lo acepto. Es el precio que tenemos que pagar las personas como yo. Hasta puede que eso fuera lo que buscaban, un consejo fallido para poder desahogarse. Nunca puedo preguntarles, se marchan demasiado rápido. Que mis consejos me hayan ido bien a mí no quiere decir que a ellos les fuesen a funcionar. La única formula matemática que conozco es la fórmula para emborracharse y follar, y la practico tanto como puedo.

Muchas mujeres, de esas que os he dicho que no sé de donde salen, encuentran esa autodestrucción irresistible. Piensan que no voy a durar mucho más y quieren aprovecharse de mí ahora que aun pueden. No saben que lo más probable es que yo dure más que ellas. Al fin y al cabo, todas las heridas que yo me pueda hacer las puedo desinfectar desde dentro. Estoy conservado en alcohol. Mis dientes están cariados y mis zapatos de caen a pedazos, pero algunos días me siento indestructible. Pienso que si nada me ha derribado hasta ahora, nada lo hará. Todo parece fácil cuando tienes una mujer y una botella a la mano. Si me hacéis decidir entre uno u otro os contestaré: Lo que llegue primero.

He pasado gran parte de mi vida, demasiado, lidiando con trabajos deleznables para llegar a este punto. He descargado carne de vacuno en pleno Enero con mis manos desnudas, los dedos tan encajados que no sabía si lo que sentía era mi carne o la de la vaca. He entregado cartas en direcciones inexistentes a personajes ridículos para cobrar un mísero cheque a fin de mes y poder pagar el alquiler de un piso poco mayor que un trastero. Me ha hecho frío y calor, me han perseguido e insultado, hasta me han escupido en alguna ocasión. Me han hecho todo lo que se le puede hacer a una persona para que esta piense que tiene que cambiar de vida de forma imperiosa. Me lo han dejado muy claro, y es un consejo que no he desoído. La vida no sabe igual cuando bebes hasta tarde y te levantas al mediodía. Pero sabe aún mejor cuando has pasado décadas sin hacerlo.

Ahora no es que la vida me sonría, pero yo trato de sonreírle a ella. Paso algunos meses bastante corto de dinero, pero siempre encuentro a algún amigo dispuesto a invitarme a comer y dejarme algo de dinero para la cena. Las mujeres también se apiadan de mí en esos momentos cruciales, pero a ellas les pido de beber y un lugar para dormir, preferiblemente a su lado.

- Pago en especias- es lo que suelo decir. Ellas lo entienden, tarde o temprano.

Conforme mi vida ha ido cambiando, mis amistades han cambiado con ellas. Mis compañeros de trabajo, los del mercado de la carne o la oficina de correos, han ido dándome de lado. Supongo que es eso, porque por muchas tentativas, no consigo reunirlos. Siempre están muy ocupados con sus mujeres, sus novias, sus hijos, sus hipotecas y plazos del coche. Sé que mienten, por supuesto, porque he pasado muchos años a su lado, codo con codo, y sé que nunca han sido gente tan ocupada como me hacen parecer ahora. Creo que sienten que si se pegan a mí les contagiaré algo, como una enfermedad infecciosa. La verdad es que los echo de menos en esas noches en que me siento en uno de esos bares en los que no ocurre nada, donde los taburetes están vacíos y solo veo miradas tristes tras la barra. Es entonces cuando me acuerdo de ellos y, solo por un segundo, deseo estar de vuelta en mi antigua vida. Pero de pronto entra una mujer y me olvido de todo eso. Me acerco hasta ella y le digo:

- ¿Puedo invitarte a una copa?

- No –suelen decir ellas.

- Bueno, entonces te dejo invitar a ti. ¡Camareros, dos cervezas!

Os sorprendería ver cuantas veces funciona. Podéis probarlo.

Nadie parece entender lo que hago, y eso me encanta. Mis editores creen que estoy loco por la bebida y las mujeres, lo cual es cierto, pero no enteramente. Como les entrego una buena cantidad de manuscritos que pueden mover por revistas y magazines, me dejan tranquilo. Creen que siempre escribo borracho o drogado, pero se equivocan. La escritura es mi droga. El resto de cosas es lo que hago cuando necesito descansar, y es que una buena sesión de escritura me deja mucho más baldado que una noche de metesaca o cuatro packs de seis cervezas. Mis nuevos amigos, esos que hago en los bares, los hermanos, cuñados o maridos de las mujeres con las que me acuesto, me creen un loco insensato que pone palabras sin sentido en un papel. No soy alguien peligroso. Las palabras nunca les han hecho daño. La bebida ha dejado sus hígados cirróticos y las enfermedades venéreas se han cebado con ellos como con cualquiera, pero piensan que si sufres de algo que no pueda diagnosticarte un doctor, no es nada de lo que te debas preocupar. La locura y la soledad han matado a muchos más hombres y mujeres que el alcohol y las drogas. Yo escribo para huir de esa locura y soledad. Nunca se lo he dicho a nadie, y nunca creo que lo haga. Sería contar algo demasiado íntimo. No me importa hablar de mis penosos polvos donde no consigo finalizar y acabo en mi lado del colchón, sudoroso y jadeante, ni de mis resacas por la mañana, tan fuertes que vomitar no parece la mejor elección, sino la única, pero no me gusta hablar de mí mismo. Prefiero inventar un personaje que pase por lo mismo que yo y hablar de él, de lo que le ocurre y las posibles soluciones para sus problemas. Porque con él los golpes no me duelen. No a mí.

Algunas personas que conozco, casi todas mujeres, me preguntan si creo que soy un buen escritor. Yo les digo que lo único de lo que estoy seguro es que soy un buen bebedor. Al menos pongo todo mi empeño en ello. Determinar si mi escritura es buena o mala es algo que no me corresponde a mí, sería como preguntarle a una vaca si cree que su carne estará sabrosa. Yo me dedico a poner palabras en el papel de la mejor forma posible y a vosotros os corresponde opinar. Es vuestro trabajo. Si os parece que mi trabajo es una mierda, que no vale ni para limpiarse el culo, es una opinión valida para mí. Es mejor que válida, es fundamental. Hay que tener talento para levantar tantos odios como yo. La mayoría de la gente escribe cosas insustanciales que no remueven el interior de nadie. Me gusta pensar que lo que escribo es capaz de alterar tanto a alguien que le hace capaz de tirármelo a la cara. Ojo, si les gusta tampoco está mal, pero no es lo mismo.

No me gusta leer a autores nuevos. Tampoco me gusta leer a autores viejos. Me basta y me sobra con las lecturas que recuerdo de mi vida pasada, cuando creía que escribir era para gente que no sabía hacer otra cosa. Ahora sigo pensando lo mismo, pero ya he dejado de leer. Sé que hay una infinidad de escritores que escriben mejor que yo, con sus carreras de periodismo y filología y sus correctores ortográficos, pero mis escritos tienen su propia función. Porque si no hubiera escritos mediocres como los míos, escritos que vuelven sobre sí mismos una y otra vez y que avanzan y retroceden sin un sentido claro, nadie podría considerar que los otros son buenas obras. Para que una obra, una novela, un cuento, un poema sea considerado bueno, ha de ser considerado bueno respecto a otro escrito. Y ahí es donde yo hago mi aparición, generalmente ya algo bebido y con los bajos de la camisa por fuera. Pero no me importa lo más mínimo, porque si no sabes lo que significa que te partan la cara por algo que has escrito es que estás escribiendo sin alma, como un reportero en una guerra donde no ocurre nada. No estás arriesgando, no estás llevando las palabras al límite. Y eso para mí no es escribir, es manchar papeles. Y me dan igual los premios que te hayan dado y que descansan en tus impolutas vitrinas. Para mí eso es mierda. Pero es mi opinión, así que a quién le importa.

Sé que algunas personas creen que he cambiado, que tanta bebida y jodienda y horarios desacompasados me han hecho una persona diferente, pero no es verdad. He pasado muchos años tratando de ser una persona normal, de comer cuando los demás comían y beber cuando los demás bebían. He ido a los bares y he visto a mujeres sin decirles nada y me he vuelto a casa con ganas de haberme llevado alguna al catre. Ya sabéis a lo que me refiero, sabéis que no es una sensación agradable tener eso palpitando dentro de tus pantalones. La masturbación es una opción, pero no te abraza cuando terminas hasta que te quedas dormido. Muchas mujeres tampoco.

Es que llegado a un punto resulta más sencillo romper con todo que seguir manteniendo en tu cara esa sonrisa mientras todo el mundo, tus jefes, tu exmujer, tus amantes o tu banquero te da por culo. Hay un día en que no le encuentras sentido a nada de lo que has hecho en las últimas décadas y llegas a pensar que si no cambias, aunque sea a peor, te acabarás tirando a las vías del tren. Quizá no mañana ni el mes que viene, pero un día. Y vivir esperando ese día que sabes que llegará es demasiado duro. Si tengo que morir que sea escribiendo lo que quiero o en la cama de alguna mujer, borracho. No hace falta que sea hermosa. Qué demonios, puede que dentro de algunos años no haga siquiera falta que sea una mujer.

Soy lo que soy. No me quedan ya cojones para ser otra cosa.

Nunca he tratado de vengarme de nadie. No quiero que la gente piense que me acuesto con tantas mujeres como una forma de venganza por tantos años de ser ninguneado por ellas. No es así en absoluto. Las comprendo, ¡cómo no hacerlo! Pasan su vida rodeadas de tipos deleznables que solo se acercan para ellas para tener sexo, para pedir dinero o ambas cosas. Su frialdad no es una forma de revancha, sino de supervivencia. Si hicieran mínimo caso a todos esos malnacidos, sus vidas se irían por el desagüe. Y entonces llego yo, con alguna copa de más, con mi cara curtida en mil batallas perdidas, mis ojeras y mi nariz surcada de venas y les pregunto si les puedo invitar a una copa. Lo lógico es que me rechacen, incluso con violencia. No me molesta que las mujeres me peguen tanto como que me ignoren. Ya os he dicho porqué. Pero es mi trabajo llegar hasta ellas, hasta la mujer que se esconde tras esa gruesa coraza hecha a base sudor y maquillaje y contarles cómo soy yo. Un tipo feo pero simpático, con la lengua suelta y la garganta siempre reseca. Cuando lo entienden, descubren que no soy peligroso. Saben que conmigo tienen toda una noche de aventura por delante en la cama, en el sofá, en la bañera. Y que a la mañana siguiente, aunque no se quieran quedar a desayunar para no descubrir el ser deforme con el que han pasado la noche, les doy dinero para un taxi. Ellas siempre se van en autobús y ahorran esos billetes. Me siento orgulloso de ellas, por ver cosas allí donde la mayoría de la sociedad no ha visto mucho más allá que la mugre bajo mis unas y mi cara deformada tras el vidrio de la botella. Eso les enseña que algunas flores solo pueden crecer en estercoleros, que es allí donde hay más abono.

Siempre he desconfiado de aquellas mujeres que se me han acercado. Que una mujer quiera pasar su tiempo al lado de alguien como yo es un claro indicio de que no rige con claridad. Es decir, miradme, por el amor de Dios. Si yo pudiera huir de esta cara lo haría. Cuando una mujer me pregunta si la invito a una copa sé que quiere exactamente eso, que la invite a una copa. Luego el proceso se repite con otra copa. Y después otra. Está bien el beber en compañía, pero a mí no me gusta. Prefiero beber solo y follar acompañado.

La bebida es la lenta y hermosa destrucción de uno mismo. De la misma manera que el oxígeno que respiras acabará oxidando tus articulaciones, el alcohol te produce el mismo efecto, pero por la vida rápida. Quién tiene tiempo que perder. Yo no, desde luego. Me gusta paladear mis vodkas con seven up despacio, deleitándome con ellos, sentirlos bajar por mi garganta irritada. Un dolor exquisito. Duele menos de lo que solían dolerme el rechazo de las mujeres y las facturas antes de que todo eso dejara de importarme. Duele menos que una mañana de invierno en la que no sales de casa porque sabes que ahí fuera no hay nada ni nadie esperándote. Duele menos que todos los besos que nunca me han dado. Mucho menos.

La gente tiende a pensar en términos de éxito o fracaso. Es algo que aprendemos desde pequeños y que la sociedad no deja de recordarnos. Si tu cuenta bancaria está en rojo, fracaso, si está en negro, éxito. Si consigues mantener a una mujer a tu lado un buen número de años sin mataros el uno al otro, éxito. Si vives hasta los noventa años, éxito. Si comes verduras y ensaladas y pescado a la plancha y carne baja en grasa, éxito. Si tu equipo gana, éxito tuyo y suyo. Pero la gente no entiende. No puede comprender que si tu cuenta está en rojo quizá sea porque has tenido que pagar algo más importante, que una vida de miseria acompañada sigue siendo una vida de miseria, que vivir de más no significa vivir mejor, que comer saludable a veces no es comer, que tu equipo gana o pierde, pero nunca contigo.

Para mí escribir es un éxito. Puede que no parezca mucho poner palabras en un papel comparado con hinchar a hostias a alguien en un bar, pero cuando has llevado una vida como la mía, trabajo de mierda tras trabajo de mierda y decepción tras decepción, escribir es un triunfo. Para escribir hay que sentarse delante de una máquina y pensar, algo a lo que mucha gente, yo incluido, no está acostumbrada. A veces es solo cuestión de poner algo de música suave y dejar correr los dedos sobre las teclas, y otras es cuestión de arrancarte las palabras de los pulmones con las uñas, esas palabras que nunca han salido de tu boca porque no has tenido cojones de decírselas a nadie o, lo que es peor, porque nunca has tenido a nadie a quién decírselas. Creedme, en esos momentos beber está más que justificado. Beber es un analgésico contra el exceso de realidad que se evoca cuando se escribe ficción. Porque la mejor ficción de basa en la realidad, de la misma manera que la peor realidad se basa siempre en una ficción. No existe una buen realidad. La realidad siempre es dolorosa. Por eso bebo. Por eso follo. Por eso escribo.

Si tú estás leyendo esto, ya sabrás de lo que estoy hablando, ¿verdad?

Y no siempre es fácil. Mejor dicho, nunca es fácil. A veces me levanto por la mañana junto a una mujer que si era fea por la noche borracho, imaginaos por la mañana de resaca, que no sé como se llama pero sí que se ha bebido mi última cerveza. La lengua áspera e hinchada y con sabor de haber lamido un mapache. Miro el contestador y encuentro un mensaje de mi editor preguntándome cuando terminaré el relato que prometí entregaría hace cuatro días. Y me siento en mi máquina y las palabras no fluyen y la mujer, oh dios mío, sale de la cama y me pregunta si queda algo de beber. Yo les digo que tengo que trabajar, pero ellas nunca hacen caso. Se tiran en el sofá a mi lado y fuman y ven la tele sin importarles que intente aporrear la máquina sin resultados, como si lo que hago no fuera importante. No lo es. Cuando me convenzo de ello, puedo escribir sin problemas. Entonces les doy un par de billetes y les digo que bajen a la bodega de la esquina a por provisiones y por la noche todo vuelve a empezar. Quemando la vela por los dos extremos, se dice.

- ¿Tienes que hacer eso todo el rato? –me dicen.

- No tengo porqué, supongo.

- ¿Entonces por qué demonios lo haces, joder?

- Me da miedo detenerme y mirar alrededor -acabo contestando.

La conversación suele terminar ahí. Entonces bebemos.

Me han dejado tantas mujeres por tantas razones que no puedo recordarlas todas. Ni las mujeres ni las razones. Me han llamado borracho, inmaduro, malnacido, inconsciente, depravado, pervertido, borracho otra vez, desgraciado, repugnante, estúpido, subnormal... podría seguir así toda la noche, pero no es plan.

Me han despedido de tantos empleos tantos jefes que no puedo recordarlos todos. Ni los empleos ni los jefes. Me han echado por emborracharme, por llegar tarde, por fornicar en horas laborables, por dormir en horas laborables, por insultar, por perder las llaves, por ir sin uniforme, por no saber idiomas- el mío incluido-, por ir a trabajar enfermo, por no ir a trabajar por enfermedad... podría seguir así toda la noche, pero no es plan.

La botella nunca me ha fallado. Ella siempre está ahí para mí. No siempre tan fría como me gustaría, pero siempre dispuesta. Tú puedes abandonarla a ella, pero ten por seguro que ella nunca te abandonará.

Y es curioso como muchas de las perversiones del hombre moderno no me atraen en absoluto. Por ejemplo, detesto el porno. No lo comprendo. Lo he intentado, pero no puedo. Para mí el porno es ver a otros divertirse sin participar. Me provoca el mismo sentimiento que cuando ninguno de los dos equipos me escogía para el partido del recreo y solo podía ver como jugaban. Por las mismas razones no comprendo los deportes: El fútbol, el baloncesto, el voleibol, la esgrima, la hípica, las carreras de coches... No puedo comprender que nos guste ver a los demás hacer las cosas que nosotros soñamos. Hemos trastocado la envidia en entusiasmo. Nos lo han vendido con anuncios de cerveza, de desodorante, de filetes a la brasa gordos como un puño. Y nosotros, gustosos, hemos pagado la entrada. Tan solo me gustan las carreras de caballos, pero creo que es solo porque apuesto. Alguna vez he pensado en ir a verlas y no apostar, pero me da miedo que me aburran y quedarme sin aficiones. Tan solo me tendría a las mujeres y las botellas. Y es curioso, porque muchas veces me ligan en el hipódromo, mientras estoy bebiendo. Pero me da igual lo que me prometan, siempre voy a recoger las ganancias de las apuestas. Sé que ellas las necesitarán más que yo. Para el taxi a casa. Para los colegios de sus hijos que nunca tienen.

Y el teléfono suena a todas horas, día y noche. Las personas al otro lado dicen que me conocen, que nos presentaron en una fiesta al otro lado de la ciudad, o que han leído alguno de mis cuentos en una revista. Piden venir a verme. Piden darme escritos para que se los pase a mi editor. Piden follar conmigo. Si son mujeres y tienen una voz sugerente les digo que sí, pero con la condición de que traigan algo de beber. Entonces la mayoría se rajan y yo entiendo que sólo querían venir a beberse mi alcohol. Más barato que un bar y con diversión garantizada. No me importa que se rían de mí, pero sí que se terminen mis cervezas.

Y no tengo claro cuanto tiempo continuaré con esto. Hasta el final, supongo. No sé cuantos libros me quedan por escribir. No sé cuantas cervezas me quedan por beber. Tampoco cuántas mujeres pasarán por mi cama, o yo por las suyas. Nadie lo sabe, y creo que en no saberlo consiste el secreto. No saber y aún así continuar hacia delante. Yo a eso le llamo fé. Le llamo tener cojones. U ovarios. Pero por ahora sé que sigo aquí y así tiene que ser.

Mierda, creo que no os he llegado a decir quién soy. Bueno, a estas alturas no tiene demasiado sentido. Tampoco es que no os haya estado dejando pistas, ¿no?

- ¿Hacia dónde vas? –pregunto.

- No sé.

- ¿Quieres que vayamos juntos?

- Quizá. ¿Tienes cerveza?

- Sí.

- Pues adelante entonces.

Y allá vamos.

© Santiago Pajares. Junio 2009.

No comments:

Post a Comment