Tuesday, December 01, 2015

"La partida interrumpida", relato para Kikinda Short 10


Un contendiente era de Umbergistan, el otro soviético. Se enfrentaron en la final del campeonato del mundo de ajedrez en 1963, en Belgrado, entonces capital de la antigua Yugoslavia, en un clima de enorme tensión política. Andrey, el ruso, tenía la tez pálida y el pelo cortado a cepillo. Amir, el umbergo, tenía la piel olivacea y un aceitoso flequillo. Todo el mundo estaba pendiente de aquellas doce partidas, y de lo que su resultado significaría en las relaciones de las potencias norteamericana y soviética. Estados unidos apoyaba económicamente a Umbergistan frente al bloqueo al que le estaban sometiendo los rusos. Los americanos habían reclamado por la elección del país, creada una república socialista ese mismo año. Parecía que el factor campo podía decidirlo todo.

     En la jornada de presentación del campeonato, cuando Andrey y Amir se dieron la mano, tan sólo parecían dos jóvenes serios e inteligentes, desconocedores de lo que sus movimientos de piezas podían desencadenar. No hablaban el mismo idioma, pero jugaban al mismo juego.
     Las dos primeras partidas cayeron para el lado de Andrey. Parecía que aquello iba a ser un paseo militar para los soviéticos, deseosos de mostrar su superioridad intelectual al mundo entero. Las dos siguientes fueron para Amir, y entonces todos se tensaron. Mientras los días se sucedían y las agencias de noticias iban enviando reportajes a sus países, los dos contendientes permanecían ajenos a todo en sus habitaciones de hotel. Tras la séptima partida y con un resultado de cuatro a tres a favor del ruso, Amir tuvo una intoxicación alimenticia y los servicios de contraespionaje comenzaron a hablar de intento de asesinato, de estratagema para debilitar al contendiente umbergo. Nadie pensó simplemente en un alimento en mal estado. En el mundo en que vivían esas dos naciones, no había sucesos fortuitos. Se le dió un día extra de recuperación y las partidas continuaron en medio de una enorme tensión. Antes de reanudar, el ruso se acercó al umbergo y le preguntó por gestos cómo estaba, a lo que le respondió que bien y le agradeció su preocupación. Ambos contendientes fueron reprendidos por ese gesto esa misma noche por sus federaciones. La partida terminó y ganó el ruso, que se ponía dos arriba.
     Llegaron a la duodécima partida seis a cinco a favor de Amir. La seguridad se extremó todavía más, de tal forma que para llegar al tablero los jugadores debían atravesar un pasillo formado por guardias.
     Todos los comentaristas dijeron que tenían mala cara. El ruso marcaba unas enormes ojeras, y los ojos del umbergo parecían más hundidos en sus cuencas. Sin duda, ambos acusaban la presión del campeonato. Las blancas abrían. El ruso adelantó un peón y todo Belgrado pareció guardar silencio.
     Los jugadores comenzaron a mover piezas. Unos decían que el ruso tenía una ligera ventaja, otros que el umbergo se estaba adueñando de las posiciones clave. Eran dos genios estrategas confinados  en un tablero de ocho por ocho. El ruso comió un caballo y el umbergo adelantó un peón que amenazaba su alfil cuando un súbito clamor pareció provenir del fondo. Un hombre armado irrumpió en la sala y comenzó a disparar al techo, y aunque fue de inmediato abatido por los servicios de seguridad, ambos jugadores fueron evacuados y recluidos en el hotel. Los gobiernos comenzaron a acusarse. El campeonato se suspendió y ambas federaciones proclamaron campeón a su contendiente. Sin embargo, la federación internacional declaró nulo el campeonato.
     Los jugadores regresaron a sus países. Los años pasaron y aparecieron nuevos contendientes. Se celebraron nuevos campeonatos y emergió un nuevo campeón del mundo, un noruego de veintitrés años y cara de niño. Cada país tuvo sus propios asuntos de los que ocuparse. Rusia se disolvió y pasó a convertirse de una república soviética a una federación. Umbergistan pasó de ser una república democrática a un estado islámico. Incluso la propia Yugoslavia, sede del campeonato, se disolvió y sus diferentes repúblicas se embarcaron en una guerra.
     Parecía entre tanto conflicto que el ajedrez era lo de menos.
     En el año 2011, cuanto todo hubo quedado atrás y las tensiones entre países se habían normalizado, dos viejos arrivaron a Belgrado. De allí fueron a Kikinda, una ciudad de setenta mil habitantes a dos horas de la capital. Se registraron en habitaciones separadas y se reunieron en el desayuno. No hablaban el mismo idioma, pero se saludaron con una sonrisa y un apretón de manos. El ruso tenía una poblada barba y el umbergo casi se había quedado calvo. Tras el desayuno, cargaron una bolsa con un tablero de ajedrez y se dirigieron a un parque cercano al abrigo de unos árboles. En las otras mesas, viejos serbios daban de comer a las palomas.
     Colocaron las piezas, no para un comienzo de partida, sino desperdigadas por el tablero según unas posiciones que ambos parecían conocer. El ruso miró su alfil amenazado por el peón y lo retiró. El umbergo se quedó pensativo. El ruso miró a su alrededor y sonrió.
     Hacía un día precioso.

© Santiago Pajares, 2015


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