Sunday, December 15, 2013

"Campo de golf"


Hacía un ruido monótono, tanto que podía llegar a adormecerte, como un mantra repetido millones de veces. Los rodillos delanteros rotaban hacia dentro, empujando las bolas hacia un tubo de succión que las llevaba al depósito trasero. Cuando estaba lleno se encendía un piloto rojo junto al volante. Ese era el momento de volver. Esto podía tardar alrededor de una hora. Durante ese tiempo el sonido de los rodillos me ensoñaba. Mantenía la cabeza ocupada y pensaba en mis clases, en el dinero que mis padres tenían que aportar para que pudiera estudiar en la universidad, pero sobre todo pensaba en ella. Se llamaba Carla. Era delgada, tenía un pelo lacio que le llegaba casi a la cintura y mucha gente la consideraba altiva, pero yo creía que era tímida. Tenía los ojos azul claro y trabajaba en la tienda de la entrada del campo vendiendo palos, guantes, bolas y ropa deportiva. Como el mío, era un trabajo a media jornada para compaginarlo con las clases.

Una bola golpeó en la chapa del carrito y el estruendo me sobresaltó. Como un imbécil, el golfista grito:

-  ¡¡Hurra!!

Los cabrones apuntaban al carrito. Tenían cerca de cuatro mil metros cuadrados para lanzar la bolas, pero preferían apuntar al carrito que las recogía. Siempre que acertaban gritaban de alegría como si les fueran a dar un premio. Por eso el habitáculo estaba protegido por chapas metálicas. Era la diferencia más palpable entre nuestras situaciones. Ellos pagaban por tirar bolas y a mí me pagaban por recogerlas. Ellos tenían dinero y yo no.

Trabajaba de nueve de la noche a dos de la mañana. Antes de irme tenía que dejar el campo impoluto de bolas para que el primer jugador de la mañana tuviera el placer de ensuciar el verde inmaculado con sus puntos blancos, uno detrás de otro, hasta vaciar el cubo. La hora punta era entre las nueve y las diez, momento en el que la mayoría de los golfistas en prácticas volvían a sus casas para cenar con su familia. Pero siempre había gente solitaria, ejecutivos o trasnochadores que se quedaban hasta última hora golpeando bolas y pensando en sus cosas, sus negocios o sus parejas. Eran como ese hombre en la barra del bar que apura las horas hasta el cierre por miedo a volver a una casa vacía, solo que con más dinero.

Carla vendía en la tienda cajas de veinticinco bolas a quince euros. Yo llenaba un depósito grande como un contenedor de basura una y otra vez, lo vaciaba en las máquinas expendedoras de la entrada y repetía. Una y otra vez, sólo interrumpido por el sonido de las bolas golpeando en el carrito y los gritos de celebración de los golfistas.

El recinto era casi semicircular. En dos pisos se repartían pequeñas superficies de césped artificial separados por rejas donde los jugadores emplazaban la bola antes de golpearla con el palo emitiendo un ruido sordo. A su lado tenían una bolsa llena de palos y un cubo de plástico a rebosar de pelotas. Yo estaba más abajo, en el césped, con mi carrito como chaleco antibalas, pensando en mis cosas. Aunque a los trabajadores del club nos hacían precios especiales en la comida, la verdad es que siempre nos sacaban algo de la cocina cuando el gerente no miraba. Todos los que trabajábamos allí éramos estudiantes, jóvenes, delgados.  Inocentes. Como les gustábamos a los jefes.

Tardé más de dos meses en acercarme a ella. Parapetada tras el mostrador me parecía preparada para resistir los embates de cualquier pretendiente, más de mí, que a mis veinte años todavía tenía restos de acné y el pelo ensortijado. La miraba vender palos de golf, los mismos con los que luego los clientes mandaban lejos las bolas que yo tendría que recoger. Al principio me limité a cosas sencillas como ‘Hola’ o asentimientos de cabeza que pretendían ser saludos. Nos cruzábamos en la cafetería, siempre con un sándwich de por medio y un café para aguantar la jornada. Traté de coincidir con ella mil veces, tantas como días trabajamos juntos, pero no había manera. Mi plan era encontrarnos en la cola de la comida y empezar a hablar para irnos a la mesa juntos de una forma natural, no premeditada. Pero siempre era yo el que llegaba pronto, o ella tarde, o ambos a distintas horas. Sea como sea acabábamos en distintas mesas, separados unos pocos metros, esa distancia tan corta y a la vez tan larga. Acabado nuestro refrigerio cada uno volvíamos a nuestro lugar, ella a vender palos y yo a recoger bolas. Formando parte pasiva de ese deporte que es el golf.

No creo que supiera mi nombre. Sólo era el chico que recogía bolas con el carrito.

Tenía que idear un plan para acercarme a ella. Tenía que encontrar la forma de vencer mi timidez. El tiempo para pensar no era un problema. Sentado en mi carrito le daba vueltas al asunto al tiempo que recorría el campo recogiendo bolas, llenando el depósito, volviendo a rellenar las máquinas y regresando al campos con su eterno verde, un verde que sólo conseguían los ricos. Lo tuve tanto tiempo delante de mí que me costó mucho verlo, como suele ocurrir cuando la respuesta es enorme. Cuando se me ocurrió la manera, bajé del carrito y, arriesgándome a recibir un bolazo de algún jugador, recogí una de las bolas, igual a los otros millones de bolas y la guardé a buen recaudo en el bolsillo de mi chaqueta. Aquella noche, en la madrugada, sentado en mi cuarto de la universidad, iluminado sólo por un flexo y armado con un rotulador, pensé en las palabras que debía escribir en ella. No soy un hombre de letras, como tampoco lo soy de acción. En general, no soy un hombre de nada. Pasé mucho tiempo garabateando en un cuaderno. No podrían ser muchas palabras porque el espacio era reducido. Escribí y escribí y escribí hasta dejar el cuaderno tan sucio como mi cabeza. Con los primeros rayos del amanecer cogí la pelota y escribí: “Te invito a un café. Rafa”.

Al día siguiente me aseguré de comer mi sándwich antes que ella. Cuando ella terminó el suyo me oculté en el recibidor y esperé al cambio de turno. Cuando su compañero de día se marchó y ella se metió en el almacén corrí hasta el mostrador y dejé la pelota encima del pequeño green de césped artificial que usaban a modo de atrezzo para dejar las vueltas. Corrí hacia mi carrito, hacia ese pequeño espacio blindado a salvo del mundo.

No sé qué esperaba que pasara. Si ella debía venir corriendo hacia mí con una respuesta, o encontrarme a la salida de la cafetería al día siguiente o ya puestos aparecer desnuda en mi cuarto de la facultad. La verdad es que había estado tan ocupado pensando en qué escribir en la bola que no planeé un medio para que ella me diese una respuesta. No tenía siquiera mi teléfono.

Pasé el resto de la jornada meditabundo, dejándome adormecer por el runrún de los rodillos y las bolas recorriendo el tubo de succión hasta el compartimiento trasero. Cuando me bajé del carrito a la entrada del campo la vi en uno de las casetas, mirándome. Me enseñó una bola donde pude apenas vislumbrar los rastros de un rotulador rojo, frente al negro que yo usé. La puso en el tea y cogió una madera, una de las más caras de la tienda y que ella había vendido a tantos jugadores. Con un ademán hipnótico lo balanceó de atrás adelante y en un movimiento oscilatorio perfecto golpeó la bola, que salió despedida hasta casi perderse en la distancia y dar su primer bote cerca de uno de los bunkers de arena del fondo. Una vez realizado el movimiento, me sonrió de una manera que no la había visto hacer nunca. Una sonrisa franca, abierta, sin rastro alguno de timidez. Casi riéndose volvió a la tienda y desapareció de mi mirada.

Miré el campo, con sus miles de bolas de golf blancas, tratando de delimitar con la mirada la zona donde podría haber caído. Volví a subir al carrito y avancé hasta allá. Me bajé y comencé a buscar con la mirada primero y después con las manos, volteando cientos de bolas, sin importarme los nuevos lanzamientos que trataban de impactar en el carrito. Ella me había respondido y me había impuesto una prueba. Y mientras el héroe luchaba con el dragón, la princesa esperaba en el castillo.

Pasé cuatro días revisando las miles de bolas del recinto, casi una a una. Buscando los trazos rojos que formaban la respuesta. Llegué a conocer las bolas como a amigos imaginarios: La de la muesca morada, la del agujero en forma de pera, la del desconchón, la amarilla limón... Al final, desconsolado, me rendí. Lancé las bolas con las manos por el campo, grité la injusticia de mi situación y me sentí triste y desconsolado. Cuando faltaban un par de horas para acabar mi turno, me acerqué a la tienda y me hablé con Clara por primera vez, empleando palabras en vez de bolas de golf. Le dije:

-  No he sido capaz de encontrarla.

-  Es que hay ciento de bolas –dijo ella.

-  Miles.

- Bueno, eso no quiere decir que no nos podamos tomar ese café, ¿no?

Y salió del mostrador. Y yo, que ya no pensaba en la victoria, me la encontré en las manos. Seguí a Clara a la cafetería donde recogió un par de vasos térmicos de café. Me preguntó:

-  ¿Azúcar?

-  Sí –contesté yo-. Dos sobres.

-  A mí también me gusta dulce –contestó ella. Y cogió cuatro sobres de azúcar.

Fuimos caminando al campo y se ofreció a decirme el lugar donde ella creía que había caído la bola. Subimos en el carrito y me indicó un lugar un poco más allá de un bunker de arena, pero no el del fondo, sino uno más cercano. Nos bajamos y nos dedicamos a meter los brazos bajo unos matorrales a ver si la encontrábamos. Tras unos minutos, desistimos entre risas.

-  Me la tendrías que haber tirado un poco más cerca -dije.

-  Es el palo, que es muy bueno y te ayuda a llegar más lejos. Grafito y aluminio. Último modelo.

-  Pues ese palo me ha hecho polvo.

-  Bueno, pero nos ha traído hasta aquí, ¿no?

Y comenzamos a hablar. Y lo que yo supuse que era timidez se convirtió en frescura, y lo que muchos consideraron altivez se tornó en sonrisas y bromas. Teníamos el trabajo y la universidad en común, así que no nos faltaron temas de conversación. Nos quitamos los zapatos y plantamos los pies en la arena del bunker como si estuviésemos en la playa. No había ningún jugador lanzando bolas que pudiera molestarnos, y los dos sabíamos que el jefe no se pasaba a última hora. La suave brisa de la noche le movía el pelo largo y lacio y ella se lo tenía que poner detrás de las orejas todo el tiempo, en un gesto que creí que podría estar viendo toda la vida. Me hizo sentir tan cómodo que yo mismo encontré las palabras, las pausas, los silencios. Siendo el yo que siempre había querido ser. Un yo para ella.

Ya era casi la hora de cerrar, apenas quedaban un par de minutos.

-  En breve apagarán las luces del campo –dije.

-  Sí, se nos ha hecho tarde.

-  Bueno, para ser la primera vez que hablamos, hemos hablado mucho, ¿no?

-  Nunca es mucho si se habla con la persona indicada.

Y ahí me vi. Me vi haciéndolo y no dudé. Yo, que siempre había sido tan parado, tan dubitativo para todo, me arranqué y acerqué mi cabeza a la suya. Y ella, como un espejo, me imitó. Juntamos nuestros labios sabor café. Allí, en ese verde del que sólo disfrutan los ricos nos quedamos varados por un instante eterno, asidos por nuestras bocas que tanto tardaron en decirse algo.

Nos separamos con un golpe sordo. Al principio no me di cuenta de qué había podido ser, no hasta que Carla se dejó caer hasta el piso de césped con una pelota al lado de su cabeza. Una pelota roja de sangre por el golpe.

- ¡¡Hurra!!

Mire al fondo y vi al solitario golfista que creía haberle acertado al carrito. Traté de hacerla despertar, pero estaba inconsciente, no sé si muerta. Llamé a una ambulancia y tuve que hacerme explicar, que estaba en un campo de prácticas de golf, al lado del carrito que recogía bolas, en el segundo bunker empezando por el fondo.

La sangre salía por uno de sus oídos. La mecí entre mis brazos  y recogí la pelota que había impactado en su cráneo. Debajo de la sangre que empezaba a coagularse pude ver los trazos que ella había escrito con su rotulador rojo.

“Me encantará. Carla.”







© Santiago Pajares. 22 de Octubre de 2013.

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