Thursday, July 04, 2013

"El baile"




Marco Eusebio estaba nervioso. No podía dejar de pensar en ello, así que hizo lo que siempre hacía cuando necesitaba relajarse: Abdominales. Se tumbó sobre la espalda, cruzó los brazos sobre el pecho y comenzó a subir una y otra vez, apretando el estómago cuando llegaba arriba. Muchos se había hablado en los periódicos de esa costumbre suya, y de cómo cuando marcaba goles le gustaba quitarse la camiseta para mostrar sus definidos abdominales, pero nadie, excepto su familia y amigos más cercanos sabía la verdadera razón. Y su agente. Él lo sabía todo de él, y en cierto modo a Marco Eusebio le tranquilizaba que así fuera. Sin secretos, sin medias verdades.

            Marco Eusebio sabía que había momentos, unos pocos, que marcaban la vida de un futbolista, y la final de un mundial podía ser, sin duda, un momento irrepetible.  Que había que jugar bien siempre y esforzarse siempre, pero que si eras capaz de identificar esos pocos momentos y tratabas de dar más de ti, podías llegar a conseguir la gloria. Y lo sabía porque ya había vivido algunos, y los había visto, y los habían visto, repetidos muchas veces. A cámara hiperlenta, grabados con modernas tecnologías que permitían no perderse ni uno solo de los detalles, ni siquiera cómo la hierba saltaba cuando golpeaba un balón. Uno de esos momentos que parecían permanecer para siempre en la retina y convertirse de forma instantánea en historia viviente del fútbol. Goles que algunas de las personas que los veían eran capaces de rememorar muchos años después, y contárselos a sus nietos, que, siendo pequeños, escuchaban embelesados a sus abuelos relatar cómo un futbolista llamado Marco Eusebio, muchos años antes, regateó a uno, dos, y tres defensas y después golpeó el balón con toda el alma para que entrara limpio por la escuadra, sin que el portero pudiera hacer nada. Marco Eusebio vivía ese momento, porque era él quien lo creaba, pero no podía evitar verlo después en esas pantallas gigantes, a cámara hiperlenta, y sentir que estaba viendo a otra persona. Porque allí todo pasaba en un segundo, donde no había tiempo para pensar, sólo para sentir y actuar. Y verse después allí, ver la hierba saltando cuando golpeaba el balón le daba una extraña sensación de realidad incorpórea, tanto que había llegado a huir de esas imágenes, de darse la vuelta cuando las repetían en el mismo salón de su casa y su familia, los padres que habían venido a vivir con él a su flamante nueva mansión, se giraban hacia él y le felicitaban, sintiéndose orgullosos. Porque su hijo era un estrella. Porque su hijo se lo merecía.
Marco Eusebio lo tenía todo. Pero continuaba haciendo abdominales.
Sabía que su compañero de cuarto tardaría mucho en venir. Aunque todos los jugadores del equipo eran millonarios, o precisamente por eso, el entrenador les hacía compartir habitación en las concentraciones. Quizá porque quería que hablasen entre ellos, que se calmaran, que compartieran los mismos nervios antes de un partido. Y en cierta forma que nunca reconocería delante de las cámaras, le gustaba. Le recordaba aquellas noches con su hermano en el dormitorio, cuando los dos eran pequeños y hablaban en la oscuridad de historias inventadas. Su hermano mayor. Al que le ofreció también un sitio en la mansión pero él rechazó, aunque venía a verle a menudo y a veces se quedaba unos días, pero nunca dormían ya en el mismo cuarto. Al que quiso darle un dinero mensual pero también rechazó, porque no quería necesitar la ayuda de nadie. Ese hermano.
Ya pasaba de cien abdominales, pero apenas le dolía. Le gustaba esa sensación, como el  arranque del dolor que no llegaría. Le hacía sentir vivo y se concentraba en ella. Le permitía no pensar en el partido de esa noche, en que ese era uno de esos momentos que podía ser especial, si ganaban, si él hacía algo que lo convirtiera en especial. Pero eso no le preocupaba, porque apenas tenía tiempo en el campo para pensar en ello. Cogía el balón, enfilaba a portería y entonces todo sucedía en una pequeña fracción de segundo donde debía decidir si regatear o tirar, si pasar a un compañero o  abrir a banda para buscar luego un pase. Eso no le preocupaba, lo había hecho desde que tenía uso de razón. Era lo suyo. Le preocupaba lo de después, la celebración. Eso le preocupaba.
Porque el fútbol era un deporte y una pasión, pero también era un negocio, y contratos, y marketing. Y mucha gente vivía de lo que esos veintidós jugadores hacían en esos noventa minutos. Y se movía mucho mucho dinero, mucho más incluso de lo que le pagaban a él, esa cifra exagerada llena de ceros que le permitía mantener esa casa, a sus padres, esos coches, y le daba acceso a todas las cosas que un hombre podía soñar: citas con modelos, fiestas, ediciones exclusivas de productos de lujo. Y lo que le daba vértigo, auténtico vértigo no era lo que podía pasar en el terreno de juego, sino cómo a veces, un pequeño gesto, una celebración, podía cambiar tu vida.
Lo habían descubierto hacía poco, apenas un par de años. Alguien marcaba un gol y cuando lo celebraba, cuando todas las cámaras le apuntaban a él y sólo a él, hacía un gesto que se relacionaba con una marca o algún producto. Al principio los jugadores lo hacían por ellos mismos, de la misma forma que cuando alguno había sido padre recientemente, lo evocaba llevándose un dedo a la boca como un chupete o meciendo los brazos. Un gesto hermoso, cuando las cámaras le apuntaban a él y sólo a él. Y entonces uno de ellos hizo un gesto que hacía una vaga alusión a una marca comercial. Porque era una marca que le gustaba, o porque  le salió así en ese momento donde se te cruzan tantas cosas en la cabeza, con la jugada ya acabada, y entonces descubrieron algo raro, y es que las ventas de la marca aumentaron. Mucho. Porque mucha gente vio ese gesto y les gustó, y pensaron que si él lo hacía, no estando en un anuncio sino en el terreno de juego, por iniciativa propia, es que debía ser una buena marca, un producto de confianza para un jugador tan bueno, tan especializado. Y a alguno de los publicistas que estaba viendo la televisión en ese momento se le ocurrió una idea, se le encendió una bombilla, que es lo que les ocurre a aquellos que saben buscar negocios donde no los hay. Y lo llevó con mucha discreción, se aseguró de que fuera algo desconocido para el gran público, que sólo lo supieran unos pocos y nunca los compradores, porque entonces perdería el efecto comercial, la pureza del gesto.
Y eso era lo que estaba hablando su agente en esos momentos, mientras él hacía abdominales antes del partido. Porque él era una estrella, y había grandes posibilidades de que marcara un gol aquella noche, que creara otro momento especial en su carrera como jugador.
Cuando Emilio, el agente de Marco Eusebio llamó con los nudillos a la puerta, este dejó de hacer abdominales, se sentó en la cama y se secó el sudor de la frente con un antebrazo, con el chándal del equipo.
Emilio cerró la puerta tras de sí y se sentó en la cama del otro compañero de equipo. Era bajo y tenía sobrepeso, pero siempre había cuidado de Marco Eusebio, desde que sus padres le escogieron como primer, y por ahora único, agente en la vida del jugador. Marco Eusebio sabía que siempre le diría la verdad, algo no tan común según había averiguado por otros jugadores del equipo.
-                     Bueno, ya tenemos las cifras, pero recuerda que la última palabra siempre es tuya –comenzó diciendo el agente.
-                     Muy bien. Cuéntame los detalles.
-                     Es sobre un videojuego.
-                     Ajá. ¿Cual?
-                     Se llama “La hora de Elric”.
-                     No me suena.
-                     Ha salido esta semana.
-                     Ah.
Marco Eusebio era, como tantos otros jugadores, apenas niños muchos de ellos, aficionado a los videojuegos. Incluso ahora podían ver una consola delante de la televisión del mueble de la habitación. Pero no era ningún experto ni estaba al día con las novedades. No le hacía falta, los demás siempre le comentaban los juegos de más éxito.
-                     Uno de los jugadores principales, un paladín que acompaña a Elric en sus misiones, tiene un baile de la victoria. Ya sabes, unos movimientos que se hacen pulsando una combinación de teclas cuando has derribado a un oponente.
-                     Vale. Pero... ¿No es el propio Elric?
-                     No, se decidió que sería muy obvio.
-                     Muy bien.
-                     Es decir, si lo haces con uno de sus paladines muchos pueden llegar a pensar que ya te has pasado todas las misiones con el personaje de Elric y que el juego te ha gustado tanto que ahora las estás repitiendo con uno de sus paladines.
-                     Vale.
-                     Al parecer el juego ha tenido muy muy buenas críticas en los pases previos con jugadores, y creen que puede ser el pelotazo del año.
-                     ¿Lo has visto?
-                     ¿El qué?
-                     El juego, si lo has jugado.
-                     No, bueno... había una caja encima de la mesa, con el disco dentro.
-                     ¿Y no te lo han puesto en una tele para que vieras alguna misión?
-                     No. Sólo había un video en un ordenador portátil con una captura del baile del paladín. Es muy sencilla.
A Marco Eusebio le hubiera gustado jugar al menos alguna partida, conocer el producto que pretendían que publicitase. De alguna forma le hacía sentirse menos falso. Así se lo hizo saber a su agente.
-                     Si, hubiera estado bien, pero no ha habido tiempo. Lo siento. Las negociaciones han sido muy duras, y claro, hasta no hace mucho nadie sabía que llegaríais a la final.
Ambos eran conscientes de que si no hubieran llegado a la final ahora mismo sería el jugador de otro equipo el que estuviera teniendo esa conversación con su agente. Es más, el agente le informó que el delantero estrella del otro equipo, el jugador con el que la prensa estaba empeñado que se peleasen, estaba recibiendo la misma oferta.
-                     Es decir, que si él marca primero... –comenzó a decir Marco Eusebio.
-                     Si él marca primero y hace el baile, tú no podrás hacerlo.
-                     Y perderé el dinero.
-                     Sí.
-                     Muy bien, enséñame el vídeo.
Emilio sacó un pequeño ordenador portátil de su bolsa de viaje y lo encendió. Le puso el archivo donde se veía al paladín bailar. Era una mala captura. Estaba pixelada.
Eran dos pasos a la derecha, dos a la izquierda y un hachazo al frente. Era ridículamente sencillo.
-                     ¿Sólo esto?
-                     Sí. Pero debes hacerlo con alegría.
-                     Alegría. Bien.
-                     Si alguien te pregunta después sobre el gesto, sonríe y no digas nada. Que parezca algo personal que nadie sabe. Ya se encargará la empresa de videojuegos de filtrarlo a la prensa.
-                     ¿Cómo lo hará?
-                     A través de los foros de jugadores, según me han dicho.
-                     Ah, muy listo. Sutil.
-                     Está todo estudiado.
-                     Vale.
Marco Eusebio estaba nervioso. Sentía ganas de ponerse a hacer abdominales otra vez, pero pese a todo lo que se conocían, no quería hacerlos delante de su agente. Era algo privado.
-                     Marco... –le llamó Emilio.
-                     ¿Sí?
-                     No me has preguntado por la cifra.
El jugador tardó un momento en responder, lo que tardó en tensar los abdominales debajo de la camiseta.
-                     ¿Importa?
-                     No realmente, pero pensé que te interesaría saberlo.
-                     ¿Es mucho?
-                     Sí. Ya sabes que yo siempre presiono para sacar más, pero no creí que fueran a aceptar tanto. Ese juego debe ser una auténtica pasada.
-                     ¿Cuánto?
-                     Sesenta y cuatro millones.
-                     Estás de broma –dijo el jugador.
-                     No. Sesenta y cuatro millones de euros.
-                     Por un baile que no dura ni tres segundos.
-                     Sí, pero bailado en el momento en que mil cien millones de personas están mirándote.
-                     Joder.
Marco Eusebio se sentó en su cama, delante de su agente, y miró al infinito.
-                     No tiene sentido.
-                     Es cierto, no lo tiene. Pero este es el juego que nos ha tocado jugar.
Marco Eusebio recordaba sus inicios cómo jugador, con diez años, cuando fue traspasado a otro equipo por el módico precio de dos docenas de balones de reglamento. Una historia que la prensa se había encargado de relatar.
El agente le puso una mano en la rodilla.
-                     Oye, si no quieres, nos negamos.
-                     ¿Cómo nos vamos a negar?
-                     Diciendo: No, gracias.
-                     Ya, así de simple.
-                     Tan simple como eso. Nadie nos puede obligar si no queremos hacerlo.
Marco Eusebio sabía que no podía negarse. Era un dinero demasiado absurdo cómo para decir que no. Con eso podría mantener toda su vida a sus padres y a sus hijos, aunque no volviera a ingresar nunca dinero por jugar al fútbol ni por actos publicitarios. Era el pelotazo definitivo. Dos pasos a la derecha, dos a la izquierda y un hachazo al frente.
Ni tres segundos. Sesenta y cuatro millones de euros.
Pero tenía que marcar. Y tenía que marcar antes que el otro jugador.
-                     De acuerdo, lo haré.
-                     ¿Seguro?
-                     Claro, es una chorrada.
-                     Ya te digo, una chorrada como un edificio de alta.
Los dos rieron y se sacudieron un poco la tensión de los hombros. Ensayaron los tres pasos de baile y se rieron todavía más.
-                     Sólo espero que no se me olvide.
-                     Ja,ja, eso sí que sería de traca –dijo el agente. Y se rió, pero fue una risa forzada, con miedo. Estaba claro que era una posibilidad que no había contemplado.
Emilio le dio una abrazo y se despidió, algo que siempre hacía. Y le repitió lo que siempre le decía, una y otra vez.
-                     Recuerda, lo más difícil ya está hecho.
-                     Esto no es nada –completó Marco Eusebio.
-                     Exacto. No es nada. Estaré en la tribuna con tus padres. Buena suerte.
Siempre le deseaba buena suerte, porque siempre decía que no estaba de más, que todos necesitábamos un poquito de suerte. Como la que tuvo el equipo que consiguió sus servicios por dos docenas de balones y que después firmó un contrato millonario con un equipo de primera división para venderle seis años después.
Al mismo tiempo que Emilio salió por la puerta su compañero de cuarto entró en el dormitorio.
-                     Hey Marco, es la hora.
-                     Sí, vamos.
Y le dio un pequeño puñetazo en un hombro, uno de sus rituales de ánimo. Los dos bajaron a la puerta del hotel y se encontraron con todos los demás Se subieron al autobús y marcharon al estadio. En cuando atravesaron las puertas del hotel, cientos de curiosos se abalanzaron sobre los laterales y el conductor tuvo que disminuir la marcha cuidando de no aplastar a ninguno.
Les siguieron y jalearon todo el camino hasta el estadio. Marco Eusebio pudo ver sus caras en los coches, que manejaban con una mano mientras mantenían el puño en alto. Un par de hinchas del otro equipo lanzaron piedras contra el autobús, pero era algo a lo que estaban acostumbrados.
Cuando entraron en el vestuario todo estaba dispuesto. Cada taquilla con su camiseta, sus botas, sus medias. Cogió la suya y se quedó mirando su número, el ocho, aquel que siempre le habían reservado en los equipos en los que había jugado. Incluso se había especulado con la posibilidad de retirarlo cuando él dejara el equipo, algo que siempre le había parecido exagerado. Aún faltaba mucho para que eso ocurriera. Quién sabía qué podía suceder hasta entonces, cuantos goles podía marcar. O fallar.
Se terminó de atar las botas cuando el entrenador abrió la puerta del vestuario. El entrenador, esa figura perteneciente al pequeño círculo de un jugador: Su padre, su agente, su entrenador. Esas personas que te decían qué hacer, qué bailar, cómo jugar. Hizo que todos los jugadores se pusieran en un corro y les habló de los momentos especiales en la vida de un futbolista, esos momentos que podían ser eternos. Cómo si Marco Eusebio no lo supiera. Como si pensara en otra cosa que lo que tendría que hacer si marcaba un gol. Cuando marcara un gol. Cuando lo hiciera antes que la estrella del otro equipo. En ese momento deseó tumbarse en el suelo y hacer más abdominales, pero se mantuvo hombro con hombro con sus compañeros y espero a que el entrenador terminara su discurso para gritar como todos los demás.
Pero él no era como todos los demás. Ninguno de sus compañeros había recibido una oferta igual. Ninguno llevaba el número ocho en sus espalda.
Cuando saltaron al césped el sonido del público era ensordecedor, tanto que los jugadores tenían casi hablarse al oído para poder hacerse entender. Marco Eusebio se concentró en su rutina de calentamiento, proceso casi inalterado desde que tenía doce años. Las carreras, los estiramientos, los lanzamientos a puerta. Todo ensayado y probado para testear cada músculo y no pensar en lo que se avecinaba. Pero mientras corría de una banda a otra, primero en carreras lentas y después en sprints, pensaba en el baile, en aquel baile tan sencillo: Dos pasos a la derecha, dos a la izquierda y hachazo en la frente. Y sonriendo. Como si le pusiera feliz recordarlo. Como si lo hiciera pensando en otra cosa que no fueran los sesenta y tres millones.
Cuando los jugadores de los dos equipos se saludaron antes del pitido de comienzo Marco Eusebio y el jugador estrella del otro equipo cruzaron miradas. Y en ese pequeño instante, apenas un segundo, los dos supieron que ambos jugaban dos partidos. El que todo el mundo conocía y el suyo propio por marcar primero y hacer el baile. Marco Eusebio no pudo dejar de preguntarse por cuántos balones le cambiaron a él de equipo siendo pequeño.
El pitido marcó el inicio y el público enloqueció. Comentaristas de todo el mundo comenzaron a relatar las jugadas en docenas de idiomas para  los millones de personas que lo veían en sus casas o en los bares. Las pandas de amigos habían quedado para verlo todos juntos, para recordar todos lo que ocurrió en esos noventa minutos. Tocando el timbre con un pack de cervezas, una caja de pizzas o patatas fritas. Todos queriendo aportar algo a la diversión del momento. Para poder decir: Yo estuve allí y lo vi. Recuerdo lo que sentí entonces como si fuera hoy.
Marco Eusebio estaba nervioso. Y no solía sentirse nervioso cuando empezaba el partido, estaba ocupado con otras cosas. Pero ahora no pensaba en el gol, sino en los momentos inmediatamente posteriores, y eso era nuevo. Le dio por pensar en todas las celebraciones de goles que había practicado: la del gorila, la del arquero, la del lanzallamas. Las hacía porque le parecían divertidas, porque le salieron así y a la gente les gustó y después las repitió de pura inercia. Pero claro, siempre las había hecho gratis, sin un propósito comercial. Cuando el jugador estrella del otro equipo se lesionó en el minuto once y tuvieron que cambiarle por otro compañero, no dio un suspiro de alivio. Lo hubiera hecho si él hubiera marcado antes y ya se hubiera librado de esa responsabilidad, pero no era así. Ahora sería él o nadie. Pensó que si marcaba pronto y lo hacía de una vez podría concentrarse en lo importante el resto del partido.
Pero el gol no llegaba. Para ninguno de los equipos. Mil millones de personas conteniendo la respiración cuando el balón se acercaba al área y el balón se negaba a entrar en portería alguna. Ni siquiera cuando Marco Eusebio se plantó delante del portero y golpeó con el balón el palo. Las cámaras de alta definición plasmaron a cien fotogramas por segundo su gesto de enfado mientras el esférico se iba a corner.
Llegaron al descanso y se sentaron en las taquillas donde habían estado apenas una hora antes. Ya casi nadie hablaba, no quedaba mucho que decir. Todos sabían lo que tenían que hacer y trataban de hacerlo. El entrenador se acercó a algunos jugadores y les dio algunos consejos tácticos. Cuando se acercó a Marco Eusebio se limitó a darle un golpe en el hombro y sonreír, tratando de quitar importancia a todo lo que estaba ocurriendo. Pero claro, él no sabía todo lo que había en juego.
Se sentó en el suelo de al lado de su taquilla y comenzó a hacer abdominales. A la mierda las buenas formas, lo necesitaba. Nadie le dijo nada ni trato de aconsejarle que reservara fuerzas.
Todos los comentaristas se asombraron de cómo Marco Eusebio salió enchufado en la segunda parte, dispuesto a resolver el marcador en las primeras acciones de que dispusiera. Todos le alabaron como jugador y loaron su entrega, disciplina y esfuerzo. Su camisa estaba empapada en sudor y se le pegaba a los abdominales, para asombro de muchos hombres y gozo de muchas mujeres.
Dos pasos a la derecha, dos a la izquierda y hachazo en la frente. Sonriendo.
A pesar de los esfuerzos de los dos equipos y los cambios tácticos introducidos por los entrenadores para tratar de llevarse el partido, el balón seguía sin entrar. Marco Eusebio comenzaba a desesperarse. Incluso pensó en un par de ocasiones en tumbarse en el césped y comenzar a hacer abdominales, apartando al instante la idea de su mente con un movimiento de cabeza.
Llegaron a la prórroga y el entrenador le preguntó si se encontraba bien. Él, que tan bien le conocía debía haber notado algo.
-                     Claro que sí, entrenador –contestó.- Ganaremos.
-                     Lo sé, no te preocupes.
Marco Eusebio buscó con la vista el palco donde sabía que estaba su familia con Emilio, su entrenador. Distinguió los bultos de colores en las butacas, pero no pudo distinguir sus caras. Pudo imaginarles pensando: Ese es mi hijo, ese es mi sobrino, ese es mi hermano. Ese, el número ocho. Miradle, lo está dando todo. Está creando historia.
Tras el primer tiempo de la prórroga, a Marco Eusebio le asaltó una duda: ¿Y si el partido llegaba a decidirse en los penaltis? ¿Tendría igual validez el trato? No se lo habían especificado, y un gol es un gol, pero todo jugador sabía que no era lo mismo. El momento cambiaba. La expectación cambiaba y podía ser ridículo hacer una celebración muy elaborada con un gol de penalti. En ese momento pensó que ojalá no llegaran hasta allí, aunque fuera el otro equipo el que marcara y se llevara el campeonato. Resultaba demasiada presión.
Las fuerzas flaqueaban y a falta de diez minutos los dos equipos parecían haberse resignado. Las líneas defensivas estaban más colocadas y corrían menos riesgos. Sólo parecía que Marco Eusebio tenía aun fuerzas para correr tras los balones. Cuando la defensa de su equipo se replegó para protegerse del ataque contrario pensó que el gol vendría de un momento a otro, que marcarían y ahí se acabaría todo, sin tiempo ni ánimos para remontar. Y entonces nadie podría decir que no se dejaron la piel en el campo. Cuando el portero de su equipo amarró el balón sus miradas se cruzaron un momento y Marco Eusebio entendió. Era algo que habían hecho en otros partidos, una solución desesperada. Antes de que botara el balón para lanzarlo al otro campo Marco Eusebio comenzó a correr en un sprint desesperado, atravesando la línea del ataque y de la media antes de que la pelota tocara el suelo tras su perfecta parábola por medio campo. El balón rebotó en el suelo y cuando el defensa iba a controlarla con el pecho allí estaba Marco Eusebio, pura fibra y velocidad, parar saltar delante suyo y hacer que el balón avanzase unos metros hacia la otra portería. Cuando controló el balón con el pie y recorrió una docena de metros para enfilar la salida del portero, el estadio enmudeció. Ochenta mil personas en el campo aguantaron la respiración y mil millones en sus hogares se levantaron para el último acto. Marco Eusebio amagó a la izquierda, se fue a la derecha escorado, abriendo hueco para meter el balón si era capaz de encontrar el ángulo.
Dos pasos a la derecha, dos a la izquierda. Hachazo en la cabeza,
 Golpeó y la pelota pasó un segundo en el aire antes de entrar en la red.
Sesenta y tres millones.
No había nadie de su equipo para celebrarlo. Todos se habían quedado atrás, extenuados y expectantes.
Marco Eusebio tuvo aún fuerzas para correr a la banda y erigirse delante de una de las cámaras del estadio.
Su cara en todas las pantallas. Su momento de gloria final. Su pedazo de historia.
La gente comenzó a preguntarse por qué no celebraba el gol. Se había quedado plantado delante de la cámara, callado y sin hacer nada. Tanto que en muchos hogares se pensaron que había un problema con la emisión.
Pasados unos segundos, se dio la vuelta y corrió hacia los túneles del vestuarios. Todas las cámaras sigueron su carrera y el número ocho de su espalda hasta que desapareció. Sus propios compañeros no sabían si celebrar el gol o no, atascados en una situación que nunca se había dado. El partido no había acabado y no quedaban más cambios. Se vieron obligados a jugar con diez los dos últimos minutos en que los comentaristas no hacían más que especular sobre el extraño comportamiento de Marco Eusebio, un jugador que nunca había sido problemático.
-                     Hay que estar ahí –dijeron algunos.
-                     La presión del momento es insoportable –comentaron otros.
-                     Son apenas niños.
Sólo Emilio, el agente de Marco Eusebio, intuía lo que podía haberle pasado. Pero se cuidó de decírselo a nadie. Porque no sabría explicarlo. Porque era posible que el propio Marco Eusebio tampoco pudiera explicárselo y ahora estuviera en el suelo del vestuario, llorando y haciendo abdominales.
Nadie le vio en la  recogida del trofeo, cuando levantaron la copa y una lluvia de confeti con los colores de su país certificó la victoria.  Ni cuando su equipo recorrió las calles de la capital mostrando el trofeo. Ni cuando se lo ofrecieron al presidente del país y le regalaron una camiseta con la estrella que les distinguía como campeones del mundo.
No salió en las fotos en los periódicos y revistas. No apareció en los informativos ni fue a recoger la medalla al mérito que le fue otorgada al equipo meses después.
No se presentó a la pretemporada de su equipo tras las vacaciones. El entrenador habló con su agente en numerosas ocasiones y este siempre respondió lo mismo: Démosle tiempo.
Mientras, Marco Eusebio no salía de su casa. Pasaba los días y las noches en pijama, sentado en el sofá y jugando el videojuego “La hora de Elric”. Cuando sus padres le decían que lo dejaran, negaba con la cabeza y decía que no hasta que se pasara todas las fases con todos los personajes.
Cada vez que mataba a un oponente, se levantaba y hacía un baile. Un baile sencillo: Dos pasos a la derecha, dos a la izquierda y un hachazo en la cabeza. Siempre sonreía.



©   “El baile”. 12 de Marzo de 2012





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