Thursday, September 27, 2012

“El tren de las 07:02”


Mi tren llega a las 07:02. Hay otro a las 07:11, pero cogiendo ese llego tarde a la oficina. Tengo que dejar el coche en el parking a las 06:54 para que me de tiempo a subir el puente que da acceso al otro lado del andén. Salgo del parking de mi casa a las 06:42. Tomo el café y la tostada con mantequilla y azúcar a las 06:30. Me termino de duchar a las 06:20. Me levanto a las 06:05.
Así todos los días.
La gente es siempre la misma en el andén. El hombre de barba recortada con traje azul marino. Tiene cuatro, los he contado. La mujer del libro electrónico que lee tres paradas y después cae dormida. El viejito con el mono verde, siempre el mismo mono. La chica que sólo lee libros gordos, uno a la semana. Todos cogemos el tren de las 07:02. Nos sentamos en los mismos asientos. Mismo escenario, mismos actores, diferentes ropas.
Hago la compra los martes. Compro pollo, caldo para sopa, cuchillas de afeitar si me hacen falta, pasta, sésamo, papel higiénico. Apunto lo que necesito en un papel que sujeto en la nevera con un imán. A su lado el bolígrafo. Es un bolígrafo imán, también. Saco el lavavajillas y plancho las camisas los jueves, viendo la misma serie en televisión. Después las cuelgo, cada una en su percha.
Así todas las semanas.
Trabajo como ingeniero de desarrollo, una forma elegante de decir que hago programas de ordenador. Escuchamos las necesidades del cliente, lo planificamos, lo desarrollamos, lo programamos, los probamos, lo implantamos. Cobramos y después hacemos otro programa.
Así todos los meses.
Esta es mi vida. Vivo en un pueblo en las afueras de la ciudad, tengo 36 años y soy soltero. Tengo en casa más de trescientos discos organizados por el orden de compra y más de ochocientos libros organizados por orden alfabético. Me gustan las teleseries americanas y leo media hora antes de dormirme. Apago la luz a las 11:20.
Todos los días saco una foto con el móvil en el vagón de metro. Desde la misma silla en el mismo vagón, buscando el mismo ángulo. Cuando haya pasado un año completo quiero hacer un collage gigante que parezca siempre la misma foto pero que al acercarte te haga fijarte en las pequeñas diferencias. Los cambios de ropa, de complementos y de libros. Las faldas cortas en verano y los abrigos y bufandas en invierno. Quiero que sea de quince fotos de alto por veinticuatro de largo. Esto es metro y medio por tres metros con sesenta. Casi imposible de ver en un solo vistazo. Casi un año. Aunque tendré que estar tomando fotos más tiempo, porque los fines de semana no cojo el tren de las 07:02 para ir a la oficina. Me quedo en casa durmiendo hasta las 09:45. No sé que hacen los demás.
Es mi proyecto privado. No hace falta que lo vea nadie, pero quiero hacerlo. Hacerlo y que nadie lo vea hace que me parezca todavía más necesario. Porque es un registro de lo que hacemos todos todos los días. Menos yo, claro. Yo no salgo, porque soy el que saco la foto. Ese podría ser un buen resumen de mi vida.
Pero se me presenta un problema, y es algo que no había pensado: Me falta una persona. La chica que lee un libro gordo cada semana ya no viene. No sé si ha cambiado el horario, si ha perdido o empleo o si ahora se desplaza en coche, pero no está. Y miro las fotos y veo su asiento vacío o con otra persona y me irrita. Hace que falle la composición de mi proyecto. Puede que nadie pueda verlo o puede que a nadie le importe, pero yo puedo verlo, y a mí me importa. Cada día me importa más. Miro una foto estandar, de cómo debe ser, con su hombre de barba recortada y traje azul marino, con su mujer con libro electrónico y con su viejito con mono verde. Y ella no está entre ellos. Le gusta sentarse de espaldas al sentido de la vía, al lado de la ventana. Y sólo leía libros gordos, de más de seiscientas o setecientas páginas. Como si su propia vida no le bastase y necesitara mucho más de las vidas de otra gente. Pero leía rápido. Pasaba una página casa 56 segundos, de media. La he cronometrado y apuntado sus tiempos en un cuaderno negro rayado. Ahora ese cuaderno está lleno sólo a la mitad en una mesita del salón, sin saber qué vendrá a continuación. Ya somos dos.
Así que he dejado de tomar fotos para mi proyecto. Sin ella no tiene mucho sentido. He cambiado la pasta de los lunes por el arroz y no ha pasado nada. He pasado a afeitarme por las noches y así me puedo levantar ocho minutos más tarde, a las 06:13. Incluso alguna vez he perdido a propósito el tren de las 07:11 en vez de el de las 07:02 y he llegado tarde a la oficina. Nadie me ha dicho nada.
Así que un día digo que estoy enfermo y me siento a esperar a que aparezca en el andén. Estoy allí desde las 06:00, con el primer tren hasta las 12:15. Me llevo un termo de té caliente y dos sandwiches de pavo que he comprado de oferta en el supermercado. Estaban secos, cerca de caducar. Pero ella no ha aparecido. Entonces pregunto el librerías de cuatro pueblos de la zona por si ella ha pasado a comprar otro libro gordo. Les enseño una foto ampliada. En una de ellas me dicen que sí, que suele pasarse a comprar uno todas las semanas, pero que hace tiempo que no viene. Digo en el trabajo que necesito ausentarme unos días por un asunto personal, pero me resisto a dar más detalles. Ellos parecen entender que si un hombre como yo, que nunca había llegado tarde a la oficina necesita unos días, debe ser por algo muy urgente. Y lo es. Lo es para mí.
Me aposto en las calles cercanas a la librería y espero con mi termo de té y mis sanwiches secos y cercanos a caducar. Hasta que la veo salir de un portal a tirar la basura. Va con unos pantalones viejos y gastados y una bata de franela. No carga con ningún libro. Echa una sola bolsa en el contenedor de residuos orgánicos. No recicla. La sigo hasta su portal y a través del cristal me fijo en su piso. El bajo B.
Me voy a casa, me pongo otro té y pienso qué puedo hacer. Paso la noche dando vueltas, y por la mañana me doy cuenta de que sólo existe una solución.
Llamo a su portal a las 10:30 de la mañana y me contesta una voz cansada, frágil. Le digo que tengo que hablar con ella y para mi sorpresa, me abre. Viste la misma bata de franela de ayer y unas zapatillas viejas de andar por casa. Se me queda mirando un instante.
-         ¿Tú eres... del tren?
Se ha fijado en mí. Es natural, yo también me fijé en ella. Me fijé en todos.
-         Sí. Ya no vienes.
-         No, he estado en casa.
-         Ya.
Me hace pasar y me sienta en el sofá. Me ofrece un té y yo lo acepto. Un par de minutos después estamos los dos sentados delante de dos tazas y un plato de galletas maría. El salón está sucio y desarreglado. Hace tiempo que no ventila la casa. Tiene una estantería llena de libros gordos. No están en orden alfabético.
Pregunta cómo he logrado contactar con ella y le cuento la historia del andén, el té, la librería y los sandwiches cercanos a caducar. Creí que le sorprendería, porque a mucha gente le sorprende las cosas que hago, pero a ella no. De alguna forma parece demasiado cansada para sorprenderse por nada. Tiene ojeras y los labios agrietados. Sus manos están azuladas, como las de alguien que estuviera pasando mucho frío.
-         ¿Y qué quieres? –me dice.
-         Necesito que vuelvas al tren de las 07:02 y que te sientes en tu asiento de siempre. Lo necesito ciento doce días más.
-         ¿Por qué?
Le explico mi proyecto. Le digo que es importante para mí, que hasta que no sepa que la situación no vuelva a la normalidad no podré volver al trabajo ni a hacer la compra de los martes.
-         Es como una vía del tren. Si sabes que hay un agujero en algún punto no importa que el resto esté bien. Hasta que no lo arregle no podré avanzar en mi vida. Si no, sólo me dedicaré a mirar el agujero.
Ella no dice nada. Tampoco bebe té ni mordisquea galletas.
-         Espero no haberte asustado.
Me cuenta su historia. Estaba enamorada de un jefe que se acostaba con ella de cuando en cuando. Mantenía el asunto caliente, casual. Un fin de semana aquí, una cita en los lavabos allá.  Una cena con velas y un par de sonrisas le bastaban. Hasta hace un par de semanas, cuando el jefe volvió con su mujer y sus niños. Desde entonces, ni una mirada, ni una palabra, nada.
-         Así que me vine a casa, apagué el móvil y desconecté el fijo. Sólo he salido para hacer la compra y tirar la basura. Ni siquiera he ido a la librería a comprar libros. Llevo dieciséis días sin dar señales de vida y eres la primera persona que viene a verme.
Bebe un sorbo de té y mordisquea una galleta. Yo la imito y los dos nos quedamos allí sin decir nada.
-         ¿Cuántas fotos más necesitas?
-         Ciento doce.
-         Ciento doce –repite-. ¿Me vendrías a recoger por la mañana?
-         Claro.
-         Vale, entonces.
-         ¿Te parece bien?
-         No puedo quedarme aquí siempre. No sé mucho de la vida, pero eso lo sé. Me servirá de excusa para salir de casa.
Le digo que tendrá que vestirse con la misma ropa de trabajo. Levanta los hombros y no responde.
-         ¿Y qué harás luego? ¿Volverás a la oficina?
-         No puedo. No puedo volver con él allí. Volveré a casa. Pero aprovecharé el camino para hacer recados. Y limpiaré la casa. Normalmente no está tan sucia.
Me siento tentado a preguntarle si organizará los libros por orden alfabético, pero me callo. Calculo el tiempo en mi cabeza.
-         ¿Te recojo a las 06:30?
-         Vale.
Me levanto para marcharme de allí, pero me detiene.
-         Una cosa: ¿Qué pasaría si mañana faltase alguien más?
-         Tendríamos que hablar también con él, supongo.
Espero que no sea así, o que si lo es, no sean muchos más. Mi coche sólo está homologado para cinco ocupantes.
La recojo al día siguiente a las 06:30, como habíamos convenido. Me obliga a replantearme todo mi horario. Trato de que me sobren un par de minutos por si se produce alguna incidencia, pero llegamos al parking de la estación a las 06:49, listos para coger el tren a tiempo. Y allí están todos: El hombre de barba recortada con traje azul marino, la mujer del libro electrónico que lee tres paradas y después cae dormida y el viejito con el mono verde. Y ahora ella, la chica con el libro gordo y yo. Ha comprado un libro nuevo para que no haya discordancia en las fotos.
Subimos al vagón y ella se sienta en su asiento de espaldas al sentido de la vía y al lado de la ventana. Yo me siento en el mío. Levanto el móvil y saco una foto, tratando de tener el mismo ángulo. Y allí está ella, en una esquina de mi pantalla, con los ojos sobre el libro gordo. Pero cuando levanto la cabeza del móvil la veo mirarme inquisitiva. Asiento con la cabeza y ella hace un amago de sonrisa. Guardo la foto en la tarjeta de memoria del teléfono. Cuando me quiero dar cuenta se ha levantado de su asiento y está sentada a mi lado. No suele sentarse nadie en ese asiento.
-         ¿Bien?
-         Sí.
Y se queda allí, a mi lado, con el libro cerrado sobre el regazo. No dice nada y yo tampoco. Los dos escuchamos el sonido de las ruedas del tren contra las vías. Pero yo sé que hoy no hay ningún agujero que dificulte su marcha.
La recojo todos los días a la misma hora, las 06:30. Me siento tentado de decirle que no necesitamos tanto tiempo, que con recogerla a las 06:35 llegaríamos al parking de la estación a las 06:54, tiempo más que suficiente para coger el tren de las 07:02. Pero prefiero no decir nada y pasar esos cinco minutos más con ella en el andén esperando el tren.
En el coche comenzamos a intercambiar algunas frases. Le pregunto cómo está y si ha dormido bien. Si ha hecho la compra o si ha visto alguna serie en la televisión. Ella contesta y la veo un poco más alegre. Creo que ya ha dejado el trabajo y no tiene que ver a su jefe. Eso es bueno para ella. Ya no tiene ojeras. Trae la ropa planchada y limpia y huele a recién duchada. Se toma el asunto de las fotos de mi proyecto muy en serio, y eso me hace sentir menos raro, porque si otra persona lo puede comprender, es posible que también lo puedan comprender muchas más.
Una noche me invita a cenar a su casa. Acepto y me presento a su puerta a la hora convenida con una botella de vino, como al parecer es costumbre. Ella ha preparado una buena cena y me pide que corte el pan y lo ponga en el cesto. Enciende un par de velas y eso me pone nervioso. Ella lo nota y las apaga chupándose los dedos y apretando el pabilo. Sonríe y no se quema.
Hablamos de mi vida y de su vida. De dónde está mi casa y cómo la compré. De los amigos que tengo y de aquellos que he ido perdiendo. De lo que suelo meter en el carro de la compra los martes y de qué va la serie que veo los jueves mientras plancho las camisas. Ella me cuenta sus estudios y las oposiciones que abandonó. Cómo su familia le presionaba cuando era estudiante y de un par de novios que tuvo hace tiempo, mucho antes que el jefe. Entre los dos, liquidamos la botella de vino.
Me pide que me quede a pasar la noche y, extraño de mí, acepto. No practicamos sexo, pero en la madrugada me abraza tan fuerte que por un momento pienso que se está ahogando. Rompe a llorar muy bajo, como un murmullo, y yo le digo que no pasa nada, que todo está bien, porque eso es lo que me decían mis padres cuando era niño y lloraba en la cama. Y parece funcionar porque poco después se queda dormida. Acompaso mi respiración con la suya y me duermo poco después.
Nos vemos obligados a levantarnos antes para que pase por casa a cambiarme antes de ir a la oficina. Mientras yo escojo una camisa y me ato los zapatos ella pasea por mi salón, curiosa.
-         Los libros están por orden alfabético.
-         Sí –respondo.
-         Pero los discos no.
-         Los tengo por el orden en que los compré.
-         Lo suponía.
Llegamos al parking de la estación a las 06:51 y esperamos en el andén antes de subir al vagón y sacar la foto. Entonces ella se sienta a mi lado, apoya la cabeza en mi hombro, abre el libro y comienza a leer.
Al día siguiente me regala un disco y yo lo pongo encima de la columna, respetando el orden. Pasamos otras noches en su casa, y algunas en la mía. Al final practicamos sexo, claro, porque una cosa lleva siempre a otra. No sé mucho de la vida, pero eso lo sé.
Pasa el tiempo y conseguimos todas las fotos. Para entonces ella ya ha abandonado el alquiler de su casa y se ha venido a vivir a la mía. Por fin puedo ordenar sus libros por orden alfabético entre los míos. Ahora tengo que planchar mucha más ropa, pero me ahorro el tiempo que ella hace la cena. Se empeña en comprar un colchón viscolástico al que me cuesta acostumbrarme, pero no digo nada porque cualquier colchón me parece bueno si ella está en él.
El último día, el de la foto ciento doce desde que la conozco y trescientos sesenta de que no, nos subimos al vagón de siempre del tren de las 07:02. Pero el viejito del mono verde no está en su asiento. Ella pregunta a los viajeros si saben qué le ha pasado, y uno de ellos contesta que el pobre murió ayer. Así que ahora el viejito está muerto y ya no podemos sacar la misma foto de siempre. Ella me pone la mano en el antebrazo y me dice que lo siente, pero le digo que no pasa nada, y lo digo de verdad. No lo siento por mí, lo siento por el viejo. Porque él está muerto y yo estoy aquí con ella. La hago sentar en su asiento y saco la foto. Cuando la miro en la pantalla, ella está mirando al objetivo, y sonríe por primera vez en las fotos.
No le pido hacer otra.
Imprimimos todas las fotos en una tienda y pasamos tres fines de semana construyendo el marco en madera, tomando medidas y corrigiendo errores. Al principio nos cuesta pegar algunas fotos, pero pronto cogemos experiencia y conseguimos que se queden perfectamente alineadas, unas al lado de otras. Cuando acabamos lo medimos para comprobar si lo hemos hecho bien. Un metro y medio por tres con sesenta. Sólo tenemos una pared donde podemos ponerlo, aunque nos vemos obligados a quitar el resto de los muebles de allí. Unos los recolocamos en otros sitios y otros los donamos a una parroquia cercana. En eso consiste la vida, en reorganizar tu espacio, construir cosas nuevas y dejar a otros que disfruten de las viejas.
Pasa el tiempo y yo consigo otro trabajo más cerca de casa. Ella también. Cancelan la serie de televisión que suelo ver los jueves y ponen otra, pero no me gusta y dejo de verla. Todavía nos levantamos y desayunamos juntos, aunque cada uno parte en una dirección al atravesar la puerta. Ella continúa leyendo un libro gordo a la semana. Yo ya no cojo el tren de las 07:02, pero todos los días dedico un par de segundos a pensar quién estará en ese vagón, y si este tren les lleva de verdad a alguna parte.
A mí me llevó.


© Santiago Pajares 24 de Junio de 2012

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