Thursday, May 10, 2012

Turno de noche.



Tengo el turno de noche porque nadie más lo quiere. Ningún otro quiere pasar aquí ocho horas, solo, encerrado en la garita de esta gasolinera. Pero a mí me gusta. La gente viene, echa gasolina, paga y se va. A veces me piden algo de comida o bebida, y yo se lo paso por el hueco de la ventanilla. Es sencillo. Es como ver la vida pasar delante de un televisor transparente. No les tocas. No les hueles. No pueden hacerte daño. Ellos están fuera y tú estás dentro, y así cada cosa está clara y en su sitio.
Cuando el sol sale viene un compañero y me reemplaza. Hacemos caja y dejamos los estantes en orden. Me suele decir cosas como:
<< Oye, no tienes por qué hacer este turno>>
O: << La gente que trabaja de noche vive menos. Hay estudios.>>
O: << Joder, si esto no acaba contigo, nada lo hará.>>
Yo siempre sonrío y le tiendo las llaves. Me fijo en su cara mal afeitada. Y sus ojeras. Cuando tú acabas, siempre hay otro que empieza. Entonces me voy a casa, desayuno y me acuesto. Y sé que todos esos coches que han puesto gasolina durante mi turno recorren las carreteras soltando humo. Ahí suelo dormirme.
Ya dos años así, hasta esta noche. Son las dos y media de la mañana y mi turno ha empezado a las diez. He hecho la misma rutina de siempre: Llaves, uniforme, depósitos , hielo, estantes, teléfonos... como respirar. Inspirar, expirar y repetir. Miro las revistas y veo la tele. Han entrado nueve coches a repostar, los últimos rezagados del mundo laboral camino a sus casas. Sé que hasta las cinco habrá poco a ningún tráfico, pero me gusta que sea así.
Entonces lo escucho llegar, desde lejos. Es un motor potente, de coche deportivo. Cuando aparca en un surtidor lo reconozco: Es un Corvette. Lo sé por las revistas de coches que vendemos. Es amarillo y de él sale una chica y da un portazo.             Lleva un vestido de fiesta. Es alta y muy guapa, con el pelo largo y tacones, como supongo que debe ser una chica que salga de un Corvette amarillo. Por el otro lado sale un hombre con traje. No tan guapo, pero con pinta de bruto, como supongo que debe ser aquel que conduzca un Corvette amarillo. Para que no se note que los estoy mirando ladeo la cabeza y me fijo en la pantalla de la cámara de seguridad. Allí el coche no es amarillo, sino gris ceniza, como supongo que se debe ver mi vida desde un coche así.
Se gritan uno al otro y caminan en círculos alrededor del coche y el surtidor, pero no echan gasolina. Ella no lleva abrigo y la chaqueta de él parece muy fina. Es una noche fría, pero nadie piensa en la temperatura ambiental cuando discute. Hay estudios.
Tras algunos minutos, él se monta en el coche y se larga. Las ruedas chirrían sobre el cemento de la gasolinera mientras ella agita los brazos y le insulta en la noche fría. Entonces ella se da la vuelta, pensando qué hacer, ve la garita y a mí detrás del cristal. Se acerca.
-         Hola.
-         Hola –contesto yo a través del cristal.
-         Se ha ido.
-         Sí.
-         Mi bolso estaba en el asiento.
-         Ya.
-         Allí tengo todo.
-         Sí.
Se me queda mirando, y yo no sé bien qué hacer más que mirarla.
-         ¿Puedes abrirme?
-         No puedo.
-         Oye, hace frío aquí.
-         Es que no nos dejan abrir la garita entre las diez y las seis.
-         Oye, te entiendo, pero de verdad, me estoy muriendo de frío aquí fuera. ¿Sabes qué temperatura hace?
Lo sé perfectamente. Tenemos una pequeña estación meteorológica en la gasolinera. Hace siete grados. Pero en vez de eso, digo:
-         No.
-         Pues mucho frío, joder. Ábreme, por favor.
Se me queda mirando fija, con unos enormes ojos llenos de rimel corrido. Entonces pienso en qué opinaría mi jefe si dejara morir de frío a alguien en la gasolinera. Imagino su escultural cuerpo tendido en el suelo, con las puntas de los dedos y los labios azules. Su vestido quizá un poco subido tras la caída al suelo, las carreras de sus medias. Abro la puerta de la garita con la llave y vuelvo a cerrar. Ella se frota los brazos.
-         Gracias. Supongo que no doy el perfil de típica atracadora, ¿no?
No sé cual es el perfil típico de un atracador. Nunca me han atracado. Pero en vez de eso, digo:
-         No, no lo das.
Le traigo del almacén una chaqueta polar con los colores y el logo de la gasolinera. No pega para nada con su vestido de fiesta, pero a ella no parece importarle. Se gira para que yo le ayude a ponérselo, como si fuera su ayuda de cámara. A mí nadie me ayuda nunca a ponerme mis chaquetas, pero claro, yo tampoco viajo en un Corvette amarillo.
-         Gracias –me dice. Y me sonríe-. Siento que te hayas tenido que saltar las normas.
-         No pasa nada –digo yo-. A veces pasa.
Pero no pasa a veces. No pasa nunca.
-         ¿Quieres un café?
Ella vuelve a sonreír y yo entonces lo entiendo. Entiendo todos los pasos que esa sonrisa da desde un café hasta un deportivo amarillo conducido por un bruto.
-         No es muy bueno –le advierto.
-         Estará bien.
-         ¿Quieres azúcar?
-         No, gracias. –Y añade.- No tomo azúcar.
-         ¿Te gusta amargo?
-         No –dice ella-. Es sólo que no tomo azúcar.
-         ¿Quieres llamar a alguien?
-         No. No tengo a nadie a quien llamar a estas horas.
Lo dice del tirón, como si lo tuviera ensayado. Por un instante pienso que es lo más triste que he oído en mi vida.
-         ¿Y qué vas a hacer, entonces?
-         Esperaré. Volverá.
-         ¿Lo crees?
-         Claro. Siempre vuelven.
-         ¿Te ha hecho esto mismo ya alguna vez?
-         No, no así. Pero es un tío, ya sabes.
Qué voy a saber yo.
-         Claro, ya sé. Tíos –respondo.
Bebe de su café amargo en silencio, y yo por un momento, quizá por empatía, me arrepiento de haberle echado azúcar al mío.
-         ¿Sabes? Quizá tendría que hacer lo que tú.
No sé si se refiere al azúcar. No se a qué se refiere. Se lo digo.
-         A buscarme un trabajo como tú y vivir como el resto de la gente normal.
Creo que es la primera vez en mi vida que alguien se refiere a mí dentro de la categoría de normal, así que asiento.
-         Lo malo es que no sé hacer muchas cosas. Soy guapa, pero no sé hacer casi de nada.
-         Todos sabemos hacer algo.
-         Sí, pero no algo útil. No algo por lo que te paguen. Nadie te paga por no hacer nada.
-         Claro. Hay que hacer algo.
-         A eso es a lo que me refiero. Cuando eres guapa nadie espera que sepas hacer nada, y llega un momento en que tú misma piensas que está bien así, que es como debe de ser.
Y bebe de su café de nuevo. Da el último sorbo y lo deja sobre la mesa. Y sonríe. Una sonrisa que hace resplandecer los fluorescentes de la garita.
-         Sabes sonreír –digo.
-         Todos sabemos sonreír. Sólo hay que buscar razones.
-         ¿Y qué razón tenías ahora? –pregunto.
-         Tú –contesta.
-         ¿Yo?
-         Sí. Me gusta estar aquí contigo, esperando. Tomando café.
-         ¿Por qué?
-         Porque eres el primer tío en mucho tiempo que siento que no quiere nada de mí.
-         Sí.
-         ¿Ves? Sí. Solo sí. Todos los tíos que quieren algo de ti tienen el piquito de oro. O un cochazo. O ambas cosas. Me llamo Elena, por cierto. ¿Y tú?
-         Carlos. Yo me llamo Carlos.
-         Encantada, Carlos.
Y me tiende la mano, solemne. Yo se la aprieto, y está seca y suave. Quizá la mantengo demasiado tiempo en la mía, porque ella ser ríe.
-         Eres gracioso, Carlos. ¿Sabes? En cierta forma prefiero que Richard no vuelva.
-         ¿Quién es Richard?
-         El idiota del coche.
-         Ah. ¿Cómo volverías a casa, entonces?
Ella levanta los hombros.
-         Siempre hay alguna forma de volver. En mucho peores me he visto, y aquí estoy, ¿no?
-         Sí. Estás aquí.
-         Bueno, ¿y qué haces aquí por las noches? ¿Cómo te entretienes? ¿O es que abandonan a una chica cada noche?
-         No hago nada. Me limito a estar.
-         ¿Sólo eso, estar?
-         Sí, bueno... leo revistas. Pienso.
-         Vaya, debes tener una vida interior increíble.
-         No, no diría eso. Uno se acostumbra.
-         Eso es lo malo, Carlos. Uno se acostumbra a todo. Y entonces, cuando estás acostumbrado, estás perdido.
Me gusta como habla, porque yo no hablo así. No conozco a nadie que hablé así, pero claro, tampoco conozco a nadie al que le hayan abandonado en una gasolinera. Supongo que cuando te pasan a menudo este tipo de cosas, te acostumbras a hablar así.
-         Oye, ¿hay algo de beber? Alcohol, me refiero. Cualquier cosa me vale.
-         No. Bueno, sí. Pero no es mío. Es de la gasolinera.
-         Ya, claro.
-         Podemos comer algo, si quieres.
-         ¿No es también de la gasolinera?
-         Sí, pero lo controlan menos.
-         Tiene sentido. Pero no, gracias.
-         ¿Has cenado?
-         No. Pero es igual. No suelo cenar.
No toma azúcar. No suele cenar. Pero sí suele beber.
-         ¿Ibas a beber con el estómago vacío?
-         Es la mejor manera de hacerlo. Cuando lo haces, esperas un momento, te levantas muy rápido y entonces...
-         ¿Entonces?
-         Es como si el mundo fuera nuevo otra vez. Como verlo de nuevo de recién nacido.
-         ¿Mareado?
-         Claro. Imagina por lo que acaba de pasar un recién nacido. Salir de aquel sitio caliente y seguro donde has estado tanto tiempo de pronto al mundo, frío y lleno de luz e incertidumbre. ¿No crees que salimos de allí mareados?
-         No lo sé. No me acuerdo.
Y entonces ella comienza a reír y se apoya en mi hombro, y sus dedos rozan mi nuca. Y siento un escalofrío como si estuviera bebiendo con el estómago vacío. Y me gusta. Me gusta mucho.
-         ¿Te meterás en problemas por haberme abierto por la noche?
-         No creo.
No le cuento lo de que peor sería dejarla morir fuera con el frío y lo de su cuerpo azulado tendido en el suelo.
-         Eres un caballero, Carlos. Un auténtico caballero.
-         No quiero ser un caballero.
Ella se aparta y me mira. Quizá lo he dicho un poco alto, un poco enérgico.
-         ¿Por?
-         Ser un caballero nunca me ha traído nada bueno.
-         ¿Y qué quieres ser, entonces?
-         No lo sé. Ese es el problema. Pero no un caballero.
-         No creo que no saberlo sea un problema.
-         ¿Por qué lo crees?
-         En el momento en que la gente te enmarca en algún tipo de persona, comienzan a tratarte de una forma predeterminada.
-         ¿Cómo lo de la chica guapa?
-         Exacto, Carlos. Exacto. Exactamente así. Y es por eso que yo prometo no tratarte como un caballero. Tienes mi palabra.
Y pienso en su palabra como una piedra preciosa que pudiera guardar en mi bolsillo y tocarla cuando me sintiera nervioso. Pero sé que las cosas no funcionan así. Que cuando alguien te da su palabra aún le quedan muchas más.
-         Gracias, pero no creo que sirva para mucho.
-         Las mejores cosas de esta vida no sirven para nada. –dice ella.
Y creo que es verdad.
-         ¿Sabes? –digo yo-. Creo que yo también prefiero que Richard no vuelva.
-         ¿Quién?
-         Richard, el del coche...
-         Ya lo sé, tonto. Te tomaba el pelo.
Y entonces toma mi pelo con una de sus suaves manos y me atrae hacia ella, y me besa. Un beso largo, tierno, con la punta de su lengua acariciándome los labios y rozándome los dientes y la punta de mi lengua. Y yo entonces pienso en Richard en su estúpido Corvette amarillo y su estupidez al marcharse sin ella. Dejándomela a mí.
Ella termina y se me queda mirando con sus enormes y preciosos ojos de rimel corrido y su pelo despeinado como después de una noche de fiesta. Y me sonríe otra vez y yo a mi vez la sonrío. Y ella tira de mi mano hacia el almacén y me dice:
-         Ven, Carlos. Ven.
Y yo voy con ella. Y allí, tumbados sobre las cajas de suministros llenas de bollos y regalos por puntos, nos acostamos. Ella me quita la ropa y me besa el cuello, y después continuamos, siempre de sus manos, guiando mi camino hasta ella. Y durante mucho rato yo no sé qué hora es y no me importa, porque estoy tumbado con ella, encima de ella, en ella. Y no pienso en los coches que puedan venir a repostar ni en el estado de los expositores o en si tenemos hielo suficiente en el congelador. No pienso en nada. Por primera vez en mucho tiempo no pienso en nada y me dejo llevar sabiendo que ese es el camino, aunque no sepa a donde. Y ella termina su camino y yo el mío y no siento que no hallamos llegado a ningún sitio, sino que estamos donde debíamos estar. Y ella sonríe. Y yo, con ella.
Volvemos a la garita ajustándonos la ropa, yo abrochando botones y ella colocándose el vestido de fiesta con ahora las medias llenas de carreras. Y tenemos el tiempo justo para ver a Richard acercarse a la ventanilla. Veo a Elena sentarse en un taburete y mirarle con el ceño fruncido.
Entonces comienzan a hablar, a ratos a gritarse, a través de la ventanilla. Elena dice que no va a abrirle, que está prohibido hasta la seis. Y sabe el frío que hace, porque ha estado allí antes. Y yo pienso que no le está tratando como un caballero, seguro, pero no quiero que me trate a mí así, que me grite a través de un cristal. Cuando terminan de gritarse Richard vuelve al coche y enciende el motor. Supongo que para poner la calefacción.
Elena se vuelve hacia mí.
-         Tengo que irme –me dice-. Lo siento.
-         No lo sientas –le digo, y tengo que controlarme para que no se me quiebre la voz-. Has venido en ese coche y supongo que es lógico que te vayas también en él.
-         Me ha gustado conocerte, Carlos. Mucho.
-         Gracias –le digo yo. Y es verdad-. A mi también.
-         No te voy a olvidar nunca, ¿lo sabes?
-         Creo que sí.
No le digo que yo tampoco la voy a olvidar nunca, porque sé que si lo hago, seguro se me quebrará la voz.
Ella se acerca y me besa otra vez. Corto. Suave. Y frío.
Se separa.
-         Puede que las chicas no nos vayamos nunca con los caballeros, Carlos, pero a veces conseguimos quedarnos con ellos el tiempo suficiente para ser felices.
Y me sonríe otra vez y se queda parada al lado de la puerta. Yo abro el candado y se la sujeto para que pueda salir. Y ella sale y se monta en el coche. Y el coche sale de la gasolinera. La última imagen de ella son las luces de los surtidores reflejadas en su cara tras la ventanilla.
Supongo que su garita es todavía más pequeña que la mía.
Espero hasta las seis y viene mi compañero. Le abro y hacemos caja y dejamos los estantes en orden. Me dice:
-         No sé cómo puedes estar aquí toda la noche.
-         Yo tampoco –contesto-. Voy a pedir el cambio de turno.
-         ¡Vaya! ¿Y eso?
-         No tengo vida interior para toda la noche.
Y le dejo allí y salgo fuera. Los rayos del sol cruzan los surtidores. Y por primera vez, siento lo que es salir recién nacido a un nuevo mundo.



©  Santiago Pajares. 9 de Mayo de 2011



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