Thursday, October 20, 2011

El domador de zapatos

Tengo 32 años y mido un metro y ochenta y un centímetros. Peso 74 kilos y calzo un 42 y medio de ancho mediano. No tengo pie griego. Mi segundo artejo es menor que el primero, y el tercero menor que el segundo. Estadísticamente, tengo el pie más corriente del mundo. Eso me ayuda en mi profesión: Soy domador de zapatos.

La mayoría de la gente no sabe qué es, porque la mayoría de la gente no los necesita. Admitámoslo, hay que tener mucho dinero y estar muy obsesionado con el confort de los pies para buscar los servicios de un domador de zapatos, pero también hay que estar un poco enfermo para necesitar un Ferrari, y se venden. Quizá no a ti, o a mí, pero se venden.

Yo soy, por decirlo de alguna manera, un Ferrari para los pies.

Tengo una página web, www.eldomadordezapatos.com. Ahí puedes descargarte un PDF con una plantilla de mi pie y compararlo con el tuyo. Puedes ver fotos de mis pies; sin un callo, ampolla o rozadura. Con las uñas perfectas. Mi cara no aparece en ningún momento, no es importante. También puedes leer mi declaración de intenciones y los comentarios que algunos de mis clientes (de forma anónima, claro) han dicho sobre mis servicios. Cosas como “Impecable”. “Los he sentido como nuevos”. “Repetiré siempre”. “¡Si los pies pudieran hablar!”. Uno de ellos me llegó a escribir en una tarjeta: “Ahora sé qué sintió Dios al calzarse las sandalias”. Son verídicos, no me los invento. Así de bueno soy en mi trabajo. ¿Piensas que tú podrías hacerlo? Piénsalo de nuevo.

Un zapato es un ser vivo, que respira, que se amolda a tu pie pero también te pide amoldarte tú a él. Un compromiso con el confort y la elegancia. Hay que saber cuando dejárselo puesto y cuando quitárselo, cuando caminar con él y cuando estar sentado. Hay posturas que ayudan a conseguir confortarlo a ti. Posturas que necesitan de cierta flexibilidad. Es todo un arte.

Durante los primeros seis meses apenas tuve clientes. Hasta que el Señor X (no puedo decir aquí su nombre debido a mi acuerdo de confidencialidad) comenzó a comentarlo en los salones de alta sociedad. Esos salones donde la gente camina por alfombras mullidas como arenas movedizas. Esos salones donde el parquet donde la gente baila se acuchilla todos los años. Esos salones donde ni tú ni yo hemos estado ni estaremos nunca.

La voz se corrió tanto que ya tengo lista de espera. Tanto que he doblado mi tarifa y los pedidos se siguen amontonando. Tanto que me estoy planteando hacer entrevistas de trabajo para ampliar el negocio a otros números y géneros. Pero me imagino a ese montón de gente caminando a mi lado y las conversaciones que tendría que tener con ellos y algo se me revuelve en el estómago, porque yo me inventé este trabajo para no verme obligado a hablar con nadie. Yo camino solo, durante horas.

Parece sencillo, y en cierto modo lo es, pero en cierto modo no lo es. No lo es absoluto, y es que si no te importan los detalles, no sabrás apreciarlo. Pero cuando te pones un zapato cómodo, un zapato que se ajusta a tu pie, un zapato domado, notas la diferencia. Y sientes que con esos zapatos podrías sujetar el mundo. Por supuesto no me limito sólo a zapatos, sino que también acepto botas, mocasines e incluso algunas zapatillas que me han encargado algunas estrellas del rap de las que no puedo dar nombres. No acepto zapatos ortopédicos ni de obra ni zuecos como algún gracioso ha llegado a enviarme. La seguridad de mis propios pies es lo primero.

Me suelen llegar por mensajero en la misma caja en las que los compraron. Cajas que incluso vacías cuestan más que muchos de los zapatos que he calzado durante toda mi vida anterior. Envueltos en muselina. Me gusta meter la nariz y aspirar el olor del cuero teñido y curtido, de los cordones, de las suelas de hule. Es un olor artesanal, indivisible y embriagador. Entonces me los pongo con ayuda de un calzador (sin excepción) y me dedico a pasear por la moqueta de casa para no desgastar las suelas. Siempre visto un calcetín de deporte de algodón grueso de una marca específica que compro en packs de tres en el centro comercial, pero eso no lo pongo en la web. No me gusta la imagen que se asocia. Una imagen pobre.

No me los quito ni para cocinar, pero entonces uso una funda de plástico desechable que compro en una tienda de material quirúrgico para hospitales. No duermo con ellos, porque el dormir los pies se hinchan por falta de riego. No mucha gente sabe eso. Por eso yo me dedico a esto, por eso soy único.

Los domo en semana y media, aunque a veces me tomo otra semana de descanso para mis pies antes de devolverlos a su dueño y coger el siguiente par. No me gusta dar la impresión de que es sencillo, porque no lo es.

Me gusta pensar en ello como un ejercicio de actuación, de empatía. Pienso en aquel refrán Siux que dice: “No juzgues a nadie antes de haber caminado dos lunas con sus zapatos”. Bueno, pues yo lo hago, antes incluso que ellos mismos, y eso me hace comprenderles mejor, aunque nunca les haya conocido ni creo les vaya a conocer. Llego a atesorar una pequeña porción de sus sueños igual que atesoro una pequeña porción de sus cuentas bancarias. Estoy donde ellos estarán. Mis pies sufren para que los suyos no tengan que hacerlo. Es mi contribución a la reducción entrópica del dolor.

Algunas veces me mandan regalos de agradecimiento: Botellas de whisky añejo, entradas para conciertos, pero la mayoría de las veces, otro par de zapatos idénticos a los domados. Pobre diablos, se creen muy originales y no saben que cerca del treinta por ciento de clientes tiene la misma idea. Al principio no sabía bien qué hacer con ellos. No podía ponerlos a la venta en internet y arriesgarme a que algún cliente se enterara. No podía regalarle más a amigos, gente llana que no sabía reconocer un buen zapato de cuero ingles a uno de fibra sintética. Pasé dos años rellenando armarios, buscando una alternativa al almacenaje, hasta que me di cuenta que no me quería desprender de ellos. Cuando estoy solo y me siento triste saco un par al azar y camino por ellos por la calle, algo que nunca pude hacer con sus predecesores para no desgastar la suela. Al volver a casa, sin excepción, me siento mejor. El whisky añejo se lo regalo a los amigos.

Estoy satisfecho conmigo mismo, recorriendo un camino que yo mismo he inventado y asfaltado. El camino que me lleva hasta la independencia económica y personal. Pero nadie conoce el fin de todos los caminos, y para eso da igual los zapatos que calces.

Cuando abro la puerta esa mañana, esperando un mensajero, me sorprendo. Primero veo la caja de zapatos, pero no en una caja corriente, sino una de madera labrada, sujeta por unas manos pequeñas y cuidadas, unas manos que nunca han trabajado. Levanto la vista hasta ella y durante un segundo no digo nada. Analizo sus ojos almendrados y su melena lacada con mechas rubias, un poco de maquillaje en sus pómulos aún no avejentados y las pequeñas patas de gallo de aquellos que han aprendido a usar los ojos para sonreír. Debe sobrepasar los cuarenta, aunque se niegue a aceptarlo. Me pide pasar y yo por supuesto la dejo. Visto unos vaqueros y una camiseta vieja y desgastada. Calzo unas zapatillas de andar por casa con borreguillo. Tengo que cuidar mi material de trabajo.

Pone la caja de zapatos encima de la mesa y deja la palma de la mano encima, como si temiera que alguien pudiera robarlos si pierde el contacto. La madera choca contra la madera. Me mira de arriba abajo.

- ¿Y bien? –le pregunto.

- Me esperaba otra cosa –contesta ella.

Tiene una voz grave, sensual. Creo que recibe clases de dicción. Su postura parece la de una antigua actriz que ha encontrado mejores escenarios por los que caminar.

- ¿Eso es para mí? –señalo la caja.

Ella no contesta. Yo continúo.

- Podría haberse ahorrado el viaje, no era necesario.

- Si lo es. Ya lo creo que lo es.

Entonces se lanza a una retahíla de preguntas que respondo con estoica paciencia. Me hace decirle cuanto tiempo llevo en el negocio, cuánto tardo de media en domar unos zapatos, que materiales suelen enviarme, si he aceptado encargos internacionales y hasta que grado extiendo mi política de privacidad. Tantas preguntas que cuando acaban deseo estar en casa de otra persona para que me ofrezca algo de beber.

Se sienta en el sofá, me mira y me dice:

- Quiero ver sus pies.

Yo, tras un par de segundos, contesto.

- Hay fotos en la web.

Ella sonríe y dice:

- Quiero olerlos.

Yo, deseoso de complacer, me acerco hasta el sofá y me quito las zapatillas y los calcetines. No tengo miedo. Aunque hay algunos días en que no me ducho, siempre me lavo los pies en la bañera y me seco bien entre los dedos para evitar la proliferación de hongos. Mis pies son los mejor de mí, así que me levanto y se los muestro orgulloso. Ella sostiene el pie derecho con las manos y lo aprieta, lo acaricia, flexiona mis dedos y recorre con las yemas las venas del empeine. Acerca la nariz y huele. Una aspiración larga, prolongada. Levanta la vista hasta mis ojos y saca su tímida lengua entre sus dientes perfectos para lamerlo. Permanece así un segundo y lo saborea, comprueba su alcalinidad y acidez. Sonríe. Luego me pide el otro pie y repite la operación. Uno pensaría que yo tendría una erección en este proceso, pero no. Para mí esto es como una entrevista de trabajo, y uno no tiene erecciones en sus entrevistas de trabajo.

Después me pide que me siente a su lado y comienza su historia, la que dentro de poco también será mi historia:

>> Cada dos años, en el desierto de Abu Dhabi se celebra una carrera equina de resistencia. En ella docenas de caballos deben recorrer ciento sesenta kilómetros tan rápido y sanos como sea posible. Desde el amanecer hasta el anochecer. Cada cuarenta kilómetros los caballos deben ser revisados por un veterinario que ha de comprobar su estado y si deben continuar. Esto lo hacen cogiendo un pliegue de la piel del costado entre sus dedos y comprobando el tiempo que tarda en volver a alisarse. Una manada de ayudantes les dan de comer y beber y le cubren el lomo con trapos húmedos durante un mínimo de cuarenta minutos antes de que puedan partir otra vez guiados por sus jinetes. Aunque participan caballos de todas partes del mundo, es una carrera auspiciada por jeques árabes que han hecho su fortuna con el petroleo. El jeque y príncipe heredero Mohammad lbn Roschild al Mektmeum, es su principal valedor. Dueño de mas de dos mil ejemplares entre árabes y puras sangre que duermen en establos climatizados y se bañan en piscinas, es el orgulloso propietario de Malekhim, un caballo que ha resultado vencedor en seis ocasiones. Este caballo es descendiente directo de uno de los tres sementales puros que fueron cruzados con caballos ingleses en el siglo XVIII y ha pasado su vida entre un nivel de lujo que no otros caballos, sino que ni siquiera otros humanos, pueden soñar. Porque una vez cada dos años y desde el anochecer hasta el amanecer, Malekhim ha de enfrentarse al ardiente sol y a las largas e interminables dunas de Abu Dhabi, luchando no sólo con el desierto, sino con otros caballos y jinetes ansiosos por robarle la fama, la fortuna y el honor.

>> Hace cuatro meses se celebró la última carrera, donde el propio Mohammad lbn Roschild al Mektmeum cabalgó él mismo a su caballo Malekhim. Al anochecer, una vez recorridos los ciento sesenta kilómetros y contabilizados los corredores se anuncia al ganador, pero el resultado no es el esperado. Malekhim ha resultado segundo, siendo ganador un caballo francés traído especialmente para la carrera en un Jumbo. Consciente de que su etapa ha acabado y con los ojos arrasados en lágrimas, el jeque y príncipe heredero manda traer su Cimitarra y subido a una mesa, necesita de seis tajos para cercenar la cabeza de Malekhim. Cuando termina, el jeque está bañado en la sangre de su caballo y sus lágrimas se han desvanecido. Ordena desollar al caballo rápidamente para evitar el descuelgue de la piel. Con el cuero procedente manda fabricar diez pares de zapatos: Uno para el propio jeque, su padre, otro para él, otro para su hijo, el siguiente príncipe heredero, siete como ofrenda para una de las casas reales de los países colindantes y otro para mi marido, su más querido profesor en Oxford, donde estudió en su juventud. El resto de la piel, junto con los órganos y la cabeza del caballo fueron cremados y sus cenizas esparcidas para fundirse con las arenas del desierto donde dentro de dos años tendrá lugar la siguiente carrera.

>> Dentro de dos meses mi marido deberá lucir estos zapatos en el baile de gala que dará el jeque en su palacio, donde los dos pasaremos la noche bailando con sus majestades. Mi marido es un hombre mayor de pies delicados y no creo tener que explicarle el oprobió que sería no sólo para él, sino para todo el mundo occidental, que alguien le viera cojear con esos zapatos porque le hacen daño. Sería terrible. Sería definitivo.

>> Por eso he venido a verle. Para que, de la misma forma que el príncipe heredero Mohammad lbn Roschild domó a Malekhim en sus cuadras, dome usted estos zapatos.

Y entonces abre la caja. Envueltos en la más fina de las sedas están los zapatos más hermosos que nunca haya visto. Tanto que antes de tocarlos busco la mirada de aquella mujer buscando su aprobación. Tras inclinar ella la cabeza, me aventuro a cogerlos. Nunca mis dedos habían tocado un cuero más finamente labrado, más suave. Acaricio con mis dedos su punta redondeada y cuando meto la nariz dentro para aspirar su olor puedo sentir el desierto, la sal, el sudor de Malekhim antes de su brutal pero honrosa muerte. Y entonces me doy cuenta que, sin saberlo, monté el negocio para llegar a este momento, que nunca tendré otro ejemplar semejante, de igual manera que el Jeque se acostará por las noches soñando con otro ejemplar como el que decapitó.

- Pasará dos semanas domándolos, señor Palacios. Cada día vendré por la mañana y le veré ponérselos. Cada noche me marcharé con ellos en la caja. Tras esas dos semanas, me marcharé y no nos volverá a ver. No podrá contárselo a nadie.

- Nadie me creería –contesto.

Ella sonríe y con su voz sensual dice:

- Pruébeselos.

Voy al dormitorio y me pongo dos calcetines de deporte de algodón nuevos. En el salón me siento en la silla baja, la silla de ponerse los zapatos y cojo el calzador. Con infinito cuidado me pongo uno primero y después el otro. Me ato los cordones con suavidad, ciñendo mis pies pero no apretándolos. Me levanto y comienzo a caminar por el salón. Cuando me quiero dar cuenta, una erección me abulta los pantalones. Si ella se da cuenta, es elegante para no decir nada.

Ahora sé qué sintió Dios al calzarse las sandalias.

Ella saca una revista de moda del bolso y se sienta en el sofá. No me pide nada de beber ni se lo ofrezco. Tengo la sensación de que si quisiera algo, ya lo habría cogido. No me mira. De una extraña manera no me hace sentir incómodo. Me dedico a caminar por el piso probando los zapatos. Me concentro en las sensaciones que se producen, en todo lo que ha tenido que pasar a lo largo de los siglos para que estos zapatos llegaran a mis pies. Soy un artesano, un artista, un privilegiado. Mi erección no desciende, ni quiero que lo haga. Me pongo en cuclillas y noto el cuero del empeine doblarse, doblegarse ante mí. Con cuidado extiendo los dedos. Primero de un pie y después del otro. Es una cuestión de equilibrio, de balanceo. Uno ha de ganarse el respeto de unos zapatos así.

Ella continúa sin mirarme, pero siento que no quita su atención sobre mí, sobre los zapatos de su marido. Pienso en él, un hombre culto, un profesor, alguien acostumbrado a vivir entre libros y pisar tarimas crujientes de madera de bibliotecas. Sé que zapatos suele calzar, por supuesto. Unos mocasines de cuero marrón de suela de hule desgastada, unos zapatos de trabajo, cómodos. Unos zapatos que no exigen nada al pie. Este profesor habría sufrido con estos zapatos de no ser por mí. Siento que estos zapatos no se rendirán con facilidad, que me exigirán porque provienen de un animal al que siempre le exigieron. Pero no me importa, estoy preparado para el reto. Ahora mismo, con este calzado, me siento preparado para lo que venga.

A la hora de comer, suena la puerta. Un chico trae unas cuantas bolsitas de una cafetería de lujo. No se contenta con dejarlas encima de la mesa del comedor, sino que las abre y dispone para comer. También saca una botella de vino blanco. Tras descorchar la botella, se marcha sin pedir nada a cambio ni haber dicho siquiera una palabra.

La mujer se levanta, deja la revista y se sienta a comer. No me invita. Solo hay una copa. Todavía no sé su nombre. Por la tarde, cuando el sol comienza a decaer, me hace quitar los zapatos y los guarda con cuidado en la caja. Ya en el quicio de la puerta, se da la vuelta.

- Hasta mañana.

- Hasta mañana –contesto yo.

Al día siguiente llega tan temprano que cuando el timbre suena todavía estoy en la cama. ¿Quién espera que un domador de zapatos madrugue? Me pongo una bata encima y le abro la puerta. Ella se sonríe y se sienta en el sofá con otra revista.

Cuando me calzo los zapatos vuelvo a tener la misma sensación del día anterior. Vestido con pantalones cortos, los calcetines subidos hasta la espinilla y los zapatos de la piel de Malekhim, comienzo a caminar por la moqueta del salón. A media mañana me planto delante de la ventana y miro la ciudad a mis pies. Comienzo a ponerme de puntillas para doblar el empeine del zapato, suave, suave, despacio. Me concentro en los impulsos que vienen de mis pies, en el cuero, los cordones, el viento caliente del desierto, el sudor resbalando por los flancos del caballo.

Ella se acerca desde atrás. La moqueta ahoga el ruido de sus pasos así que la siento cuando sus brazos envuelven mis costados, cuando su aliento suave se me instala en la nuca y me hace cosquillas. Sigo mirando los edificios mientras me pongo de puntillas y nos quedamos así, en nuestro pequeño baile vertical, por unos minutos. Introduce las manos en mi pantalón corto y sopesa mis testículos. Su respiración se acelera y sus labios rozan mi cuello, tan ligeros como el viento. Se gira y comienza a besarme mientras su espalda atrapa el cristal de la ventana. Me mancha la cara de carmín, pero no le importa ni me importa. Me arranca la ropa con furia y comenzamos. Me inclino para quitarme los zapatos, pero ella me detiene.

- No.

- No quiero mancharlos.

Me señala las fundas de plástico que usan los cirujanos para operar y con los que yo cocino. Me las pongo y continuamos. Intento llevarla al dormitorio pero no me deja.

- De pie –espeta-. Tienes que seguir domando los zapatos.

Y creo que por la forma en que dice zapatos se refiere a ella. Así que apoya sus palmas en la ventana y yo en ella, y sigo viendo la ciudad pero ahora me parece estar pisando cada calle, cada oficina y cada cafetería. Siento como ella me ciñe igual que los cordones ciñen mis pies, con fuerza pero con cuidado. Con furia suficiente para escalar una duna en el desierto bajo el ardiente sol del mediodía.

Terminamos y no dice nada. Tras una visita al lavabo, se sienta de nuevo en el sofá y continúa leyendo su revista. Al menos cuando el chico trae la comida pone dos copas en la mesa.

Cuando me quito los zapatos y ella se marcha, descubro que tengo los pies llenos de ampollas, igual que si hubiera caminado diez kilómetros con un calzado a estrenar. Preparo una palangana de agua con sal y meto los pies dentro. Escuece. Escuece mucho y me pregunto si será parte del precio que he de pagar.

Paso esa noche pensando a quién de los dos ha hecho el amor, si a mí o a los zapatos. No sé cuando caigo dormido, pero cuando me despierto, estoy deseando volver a calzármelos otra vez.

Así pasan los días. Nos saludamos con una inclinación de cabeza, a veces ni eso. Siempre le ofrezco café y ella siempre lo rechaza, como si diera a entender que el café es para los amigos y nosotros no lo somos. Comemos juntos esos diminutos sandwiches y pequeños bocados con sabor a cosas que nunca había probado. Cuando intento entablar conversación con ella la mayoría de las veces hace como si no me escuchara o, si el día es benévolo, levanta la vista y apenas llega a asomar un amago de sonrisa. De vez en cuando se acerca y me abraza y comienza a quitarme la ropa como si yo fuera una de las joyas de su propiedad y pudiera vestirme cuando quisiera. Entonces toda esa cortesía, esa educación de colegios caros y viajes de estudios desaparece para dejar paso a la furia de quien sospecho que ha tenido que contenerse demasiadas veces y no quiere hacerlo más, de quién está cansada de ser una buena chica. En esos momentos, entre gemidos, suspiros y sollozos, puedo verla, una niña aterida de frío en una esquina de la habitación donde nunca entra nadie.

Pero hay una regla, y es que no puedo levantar los pies del suelo. Ella siempre se me ofrece, encuentra la postura y el movimiento, pero no deja que las suelas de mis zapatos levanten un centímetro de la moqueta, tanto y tan fuerte que a veces tengo la sensación de que de verdad son mis pies embutidos en esos zapatos los que sustentan la estructura del edificio. Llegado un momento no tiene que recordármelo, me hace entender que es suficientemente importante como para que mis pies lo piensen por sí solos, y todos vamos un paso detrás de nuestros pies.

No tengo capacidad de decisión, no me deja. Y me preocupa que haya dejado de importarme. Trato de rebelarme pero no le encuentro verdadero sentido, porque en el fondo estoy encantado con la situación. Cada mañana, cuando me calzo esos hermosos zapatos creados a partir del más fino cuero que jamás he visto, siento que en cierta forma me estoy poniendo un preservativo que me protegerá de todas las enfermedades de este mundo. Soy como el perro que se cree protegido por la correa.

Comienzo a preguntarme si todo podría ser mentira, si quizá ella se inventó la historia del marido profesor de Oxford y los zapatos cosidos con la piel del caballo, para acostarse conmigo. ¿Sería posible? ¿Con que fin? ¿Cómo me conoció? En mi página web no hay fotos mías, sólo de mis pies. ¿Y si ella es una fetichista de los pies? ¿O una fetichista de los zapatos? ¿Y si la ciudad esta llena de gente con la que ella se ha acostado usando la misma estratagema? Mi experiencia me asegura que los zapatos son nuevos y desde luego cosidos a mano. ¿Los podría haber cosido ella misma? No, no con esas manos inmaculadas. Meto las ampollas de mis pies en una palangana de agua con sal y mientras aprieto los dientes pienso en estas cosas, en el cómo y el por qué, y me pregunto si quizá el problema podría ser yo, si me estoy acostando con ella como una forma de agradecimiento por haberme traído estos zapatos. No sé quién de los dos está peor, pero la verdad es que mientras me pueda seguir acostando con ella y calzando estos zapatos, no me parece importante.

Seco mis pies con cuidado y me voy a la cama.

La miro sentada en el sofá mientras paseo de un lado a otro del salón arrastrando los zapatos por la moqueta. Mis amigos ya no me llaman y yo he dejado de llamarles a ellos. No tiene sentido mientras ella esté aquí, no quiero que interfieran. De alguna forma sé que estaría mal que alguno de ellos viniera y todos nos sentásemos en el sofá a ver un partido de fútbol aunque ella no lo mirara. Las risas serían forzadas, los comentarios de ascensor. Hay gente al lado de la que no te puedes reír.

Me hago una tostada y me siento a su lado a comer, a que escuche como cruje el pan entre mis dientes, como los labios brillan por la mantequilla derretida. No sé por qué lo hago, como no he sabido casi nada de lo que he hecho en mi vida. No sé mucho de nada, exceptuando domar zapatos. Ojalá pudiera domar personas con la misma facilidad, calzarlos y caminar juntos hasta que se sintieran cómodos a mi lado, hasta que yo me sintiera cómodo con ellos. No dice nada y yo tampoco. Espera hasta que termino la tostada, se recuesta sobre mí y mete la mano en la bragueta de mi pantalón.

- ¿No dices nada? –le pregunto.

- Ponte las fundas –me contesta.

Y me pongo las fundas.

Cuando acabamos le digo:

- ¿Me dirás tu nombre antes de irte?

Y no contesta. No contesta.

Quedan pocos días para que termine de domar los zapatos y se marchen para siempre de mi lado. Todas las historias se acaban, eso ya lo sabía. Y aunque aún me sigo poniendo un poco paranoico respecto a algunos temas, su marido, los zapatos, las ampollas que no dejan de salirme, los amigos que no llaman y que hace dos semanas que no uso mi cocina, he aprendido a vivir con ello como todos aprendemos en un momento dado a vivir con las circunstancias que nos tocan. Porque nosotros también nos domamos, pero sin pies ajenos, sino desde dentro, en la forma más dolorosa que podemos encontrar.

Ese último día me acerco a ella calzado con sus zapatos y con otros en las manos. Se los tiendo y se me queda mirando, como siempre. Los pongo en el suelo, al lado de sus costosos tacones. Entonces comienzo mi historia:

>> Tenía apenas catorce años cuando ingresé en el equipo de fútbol del colegio. Yo ya había demostrado cierta habilidad en los recreos, sorteando chicos enrabietados mientras daba mordiscos a mi bocadillo. Cuando acabamos, mi profesor de gimnasia se me acercó y me preguntó si me gustaría jugar en la selección de las clases. Yo, que poco sabía de aquello y no tenía mucho más que hacer, acepté. Empezamos a entrenar después de las horas lectivas, corriendo alrededor del campo vueltas y vueltas, hasta que nuestras camisetas se nos pegaban a la espalda por el sudor. Hacíamos abdominales, sentadillas, flexiones y algunas otras cosas que no sabía nombrar. Nos poníamos fuertes, como decía aquel profesor, y sobre todo, jugábamos partidos entre nosotros. Yo seguía calzando mis viejas zapatillas, las mismas que usaba en los recreos, y todo me iba bien. Los alumnos me tenían más respeto y los profesores a veces nos dejaban salir un poco antes de clase para entrenar. Las chicas se acercaban y hacían pompas de chicles a nuestro lado mientras jugueteaban con sus coletas. Incluso mis padres, siempre tan reacios a todo lo que yo hacía, parecían sentirse orgullosos. Yo sabía que era sólo un equipo de colegio y que no éramos nada especial, pero cuando la gente te trata como tal es difícil no empezar a creerlo. A mí nunca me gusto demasiado el fútbol, pero algo había que hacer en los recreos. Era una buena vía de escape para alguien a quien no le gustaba hablar ni escuchar a los demás. Tan solo había que dar patadas a la pelota, driblar a los contrarios, buscar pases. Eran normas sencillas, regias, tan distintas a las que me rodeaban día a día que cambiaban según la situación, según la persona.

>> Entonces llegó el primer partido oficial entre colegios. El día anterior el profesor se me acercó con una caja en las manos y la abrió delante de mí. Dentro estaban las zapatillas de fútbol más bonitas que jamás había visto. Y tan nuevas. Resplandecían bajo las luz de los fluorescentes del vestuario. Me dijo que un chico que juega tan bien necesita unas botas a su altura. Yo se lo agradecí con una sonrisa resplandeciente y corrí a casa a enseñárselas a mis padres. A la hora de dormir las dejé encima de la mesa para poder verlas desde la cama por la mañana. Tan bonitas, tan perfectas.

>> Al día siguiente jugamos el partido. Ganamos. Yo marqué dos de los seis goles de nuestro equipo. Los padres en las gradas, esos que asentían ante nuestras buenas notas como algo rutinario, se volvieron locos. Saltaron y chillaron durante todo el partido, como si aquello fuera algo realmente importante en sus vidas, en nuestras vidas. Como si no hubiera habido nada antes de ese partido. En el vestuario todos nos felicitamos y nos abrazamos. Yo también estaba eufórico, es difícil escapar a esa marea. Cuando me quité las zapatillas vi un par de ampollas en mis pies, pero no me importó. Era un bajo precio a pagar por aquel sentimiento, esa cosa parecida a la felicidad. Pero cuando fui a guardar las botas en la bolsa los vi. Las punteras arañadas, la suela teñida del color de la pista, el empeine sucio y el plástico cuarteado. Mis botas, mis botas perfectas. Comencé a mirar entonces las de mis compañeros, viejas, destrozadas, algunas con agujeros, e imaginé que todas fueron un día nuevas, resplandecientes. Mis zapatillas eran demasiado hermosas para vivir ese destino. No podía tolerarlo. Era un sentimiento interior, mío, propio, más fuerte incluso que esa euforia que me embargó unos minutos antes. Salí el último del vestuario y me acerqué al entrenador para decirle que dejaba el equipo. Ni él ni mis padres me comprendieron, y tampoco traté de explicárselo. Porque sabía que nadie lo entendería, y que si lo hacían, si llegaban a ponerse en mi lugar, ese sentimiento dejaría de ser enteramente mío. Mi sentimiento, mis zapatillas.

>> Me las puse para estar por casa hasta que me fueron tan cómodas como unas pantunflas. Caminé y caminé por la moqueta del salón de mis padres hasta que la suela recuperó su color inicial. Nunca pisé con ellas la calle.

>>Estas zapatillas.

Las señalo a sus pies. Entonces ella las mira. Le digo:

- Póntelas.

Y ella, sin rechistar, se quita sus zapatos de tacón y se calza mis zapatillas de fútbol. Tira de los cordones y las aprieta fuerte sobre sus empeines. Cuando hace un nudo doble y levanta la vista, tengo una erección tan grande que podría acabar yo solo.

Y entonces follamos. Ella con mis zapatillas y yo con los zapatos de su marido. Con cuidado de dejar las plantas de los pies en el suelo pero con furia, dejando que salga todo aquello que nos ha hecho daño. Confundiendo gritos con risas y llantos con alegría. Sudando juntos todo lo que no hablamos. Y cuando acabamos nos quedamos tumbados en el sofá con los pies en alto, desnudos a excepción de esos zapatos que ninguno de los dos se quitará.

A la hora de siempre y por última vez, se pone el abrigo y abre la puerta del recibidor. Se da la vuelta y me sonríe.

- Gracias. –Y añade-. Adiós.

Y yo no digo nada porque no queda nada más que decir. Ella se ido con los zapatos y creo que durante este tiempo no he conseguido domar a ninguno de los dos.

Así que vuelvo a mi vida normal. Salgo otra vez con los amigos y les invito a casa a ver partidos de fútbol donde los jugadores destrozan sus botas resplandecientes. Bebemos cerveza y gritamos con los goles. Llamo a chicas que luego no me llaman y paso las noches pensando en aquello que he perdido. Igual que todos. A veces me pongo alguno de esos zapatos que me regalaron y camino por la calle, solo, escuchando el ruido de mis pisadas, el cuero contra el asfalto, pero ya no es lo mismo, no después de lo ocurrido estos días.

Busco en internet hasta que un día lo encuentro, la gala del jeque Mohammad lbn Roschild con todos sus invitados. Buceo en las fotos de sociedad hasta que la veo, acompañada de su marido, el viejo profesor de Oxford favorito de su alteza real. Calzado con los zapatos que ya conozco. Su cara, su sonrisa, me dice que se siente cómodo. Al lado su mujer con un espléndido y costosísimo vestido de noche. Y en el pie de foto, el nombre de ambos. Amplio en mi pantalla hasta que los detalles se pixelan, hasta que todo parece irreal y salido de un ordenador.

Después, apago y me marcho a la cama. Antes de apagar la luz miro, como siempre, la foto enmarcada de los zapatos cosidos con la piel de Malekhim, el caballo que venció seis veces al desierto.

© “El domador de zapatos”. Santiago Pajares. 9 de Octubre de 2011


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