Monday, July 18, 2011

"La vieja de ceniza"

Era una mujer mayor, casi una anciana. Yo la veía todos los días en el bar en el que había comenzado a trabajar hacía unos meses. Con su cara arrugada llena de manchas de vejez, su teñidísimo pelo negro y su eterno collar de perlas no parecía tener ninguna ocupación excepto fumar. Todos los días a la misma hora, las once y cuarto, atravesaba la puerta del bar con un cigarrillo ya en la boca y sin decir nada se sentaba en la mesa del fondo, desde donde se dominaba toda la estancia.

Nunca oí su voz. Nunca dijo nada. Cuando levantaba el brazo hacia la barra le servían un café cortado que dejaba enfriar mientras fumaba lenta y ceremoniosamente. Utilizaba el último suspiro de un cigarrillo para encender el siguiente. Así una y otra vez, cigarro tras cigarro y día tras día. Siempre a las once y cuarto, tan puntual que me fiaba más de ella que del reloj suspendido tras la barra.

No leía, no hablaba por teléfono, no comía nunca nada. No se ocupaba en nada que no fuera fumar un cigarro tras otro cigarro, una cajetilla tras otra cajetilla. Fumaba tanto que el techo sobre ella se había ennegrecido. No sé qué trato tenía con el propietario del bar, pero nunca le cobramos un café ni apuntamos sus gastos en ninguna cuenta. Ella estaba allí como estaban los taburetes o los platos de aceitunas, sin razones y sin preguntas.

A las dos y media en punto se marchaba, puntual, con un cigarrillo en la boca, igual que había entrado.

Yo en aquella época todavía fumaba. Me gustaba aspirar el humo apoyado en el balcón de casa con la brisa en mi cara, pensando en lo poco que había hecho y todo lo que me quedaba por hacer. A veces fumaba dos seguidos, tres incluso si el día había sido largo y tenía cosas en las que pensar, pero no más. Me preguntaba entonces en qué pensaría aquella mujer mientras fumaba, qué opinaría de nosotros y nuestras vidas, por qué necesitaría fumar tanto. Cuando ese pensamiento se me hacía demasiado intenso, apagaba el cigarro, cerraba el balcón y me iba a dormir.

Y al día siguiente a las once y cuarto ella aparecía de nuevo en la puerta del bar, con un cigarrillo ya en la boca. Así fueron pasando los meses en mi nuevo trabajo. Mis piernas se hicieron fuerte de permanecer de pie . Mis brazos se hicieron resistentes de cargar bandejas. Aprendí a sonreír cuando podía y a llorar cuando lo necesitaba, al igual que todos aprendemos antes o después en esta vida.

Hasta que un día a las once y cuarto miré a la puerta y la anciana no apareció. Esperé varios minutos y continuó su ausencia, que empapaba el ambiente igual que un cigarro ya apagado en un cenicero. Y aunque me dije que nadie era propietario y amo de todos sus días, algo en mi interior me decía que había ocurrido lo que tenía que ocurrir, como ocurren todas las cosas inevitables, que ningún cigarrillo puede arder eternamente. No pregunté a mi jefe ni nadie me dijo nada. Continué trabajando todo el día y por la noche pensé en ella en mi balcón mientras fumaba el penúltimo cigarro de mi cajetilla.

Al día siguiente el jefe no se encontraba en el bar, pero nadie supo decirme dónde había ido. No pregunté y seguí trabajando. A las once y cuarto, por costumbre, miré hacia la puerta y me lo encontré atravesando el umbral con una urna en las manos. Fue a la mesa del fondo y la depositó justo debajo del techo ennegrecido. Desenroscó la tapa y dejó allí la urna para ir tras la barra.

Así que ahí estaba. Comprendí que era lógico que la hubieran incinerado, que en cierta forma, cigarro tras cigarro y paquete tras paquete, aquella anciana se había estado preparando para morir.

Uno a uno, todos los clientes del bar con los que la vieja nunca había cruzado una palabra, encendieron sus cigarrillos, se dirigieron al fondo del local y los dejaron en equilibro en el borde de la urna, cayendo la ceniza dentro mientras se consumían. Encendí el último cigarrillo de mi cajetilla, le di una larga chupada y lo sumé a los demás, viendo como se fundía la ceniza con la ceniza.

No he vuelto a fumar desde entonces ni he pensado en hacerlo. Pienso que para prepararme para morir siempre habrá tiempo.


© Santiago Pajares. “La vieja de ceniza”. 12 de Julio de 2011. Tokio.

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