Friday, May 27, 2011

Los pies en el salpicadero

Ella siempre ponía los pies en el salpicadero del coche mientras yo conducía. Sabía que yo lo detestaba y lo hacía igual, no le importaba ninguno de mis reproches. Yo no hacía más que insistirle en que era peligroso, que si había cualquier tipo de accidente y el airbag saltaba, este empujaría sus piernas y sus propias rodillas se le clavarían en la cara. El airbag no estaba diseñado para esa posición, ambos sabíamos eso. Convertía un elemento diseñado para su propia seguridad en un arma mortal.

No lo decía por mí, sino por ella.

Al principio sólo lo hacía en viajes largos, en esas autopistas eternas donde no parece haber siquiera curvas. Encajaba los talones en el plástico y apoyaba las plantas en el cristal, imprimiendo sus huellas. Decía que estaba caliente y le daba una sensación muy placentera. Yo le decía que podía quemarse los pies, y que a ver entonces cómo caminaba luego, pero ella no escuchaba. Trataba de asustarla diciendo que aunque no hubiera un peligro aparente siempre podía estallar una rueda haciéndome perder el control del vehículo o algún animal suelto podía aparecer y obligarme a dar un volantazo. Había pasado antes. Cientos de veces. Pero ella siempre desdeñaba todo lo que yo decía con un gesto de la mano y un bufido, dando a entender que eso no nos pasaría a nosotros, como si esas cosas sólo le sucedieran a los demás. Y no era así. No lo era en absoluto.

Naturalmente, traté de protegerla de sí misma. Anticipando un viaje largo con ella, y sabiendo que acabaría poniendo los pies en el salpicadero, desconectaba su airbag manualmente. En el lateral de su puerta introducía la llave de contacto y ponía la posición en off. Entonces ella, como si supiese lo que había hecho, no los ponía. Yo le preguntaba si estaba cómoda, y ella me decía que sí. Le insistía si no quería sentir el calor del cristal en la planta de sus pies, pero ella decía que no, que estaba bien. Entonces yo deseaba con todas mis fuerzas que los pusiera. Sabía que en ese momento, y gracias a mí, estaba desprotegida. Que si nos explotaba un neumático y perdía el control del coche o algún animal abandonado invadía de pronto mi carril y me obligaba a dar un volantazo, ella podía sufrir graves lesiones por mi culpa. Aprovechaba cualquier excusa para parar y volver a poner el airbag en posición on con mi llave de contacto. Decía que necesitaba orinar o tomar un café o un bocadillo y entonces lo hacía. Entonces conducía tranquilo y seguro durante unos cuantos kilómetros, hasta que ella se quitaba los zapatos, encajaba los talones en el salpicadero y apoyaba las plantas en el cristal, imprimiendo sus huellas. Entonces quería parar de nuevo, pero sabía que con ello comenzaría de nuevo su pequeño ciclo para volverme loco.

Traté incluso de comprar un coche antiguo sin airbag de pasajero para no tener que tomar esa decisión, pero no lo encontré.

Lo intenté hablar con ella, decirle que me ponía nervioso, que no me podía concentrar en la carretera. Que lo hacía por su bien. Pero entonces, como siempre hacía, un bufido y un gesto de la mano. A veces lo completaba con un Exagerado.

Sabía que me molestaba y lo hacía igual, lo que multiplicaba mi molestia. Incluso llegaba a hacerlo a propósito cuando teníamos una discusión en el coche por cualquier tema. Si a mí no me apetecía pasar la noche cenando en casa de una de sus amigas, se quitaba los zapatos, los apoyaba en el cristal y continuaba discutiendo, a sabiendas de que yo ya no podía concentrarme en la discusión. Lo hacía incluso cuando minutos antes había tenido que rascar el invierno de los cristales.

Lo hacía por joder.

Ella detestaba que yo me cortara las uñas en el salón, así que dejé de hacerlo. No le gustaba el maíz ni los espárragos, así que los eliminé de las ensaladas. Detestaba las películas de acción y las zapatillas de andar por casa. No soportaba estar debajo. Y yo cedí, porque eso es lo que hacen las parejas, ceder para confort del otro. Siempre me he considerado muy razonable en todo ese tipo de temas, y mis amigos y conocidos siempre me han tenido por una persona comprensiva. Así que no me parecía pedir tanto.

Al fin y al cabo, lo hacía por ella.

Un día nos dirigíamos a La Coruña, a ver a unos amigos que se habían trasladado hacía un par de años por temas laborales. Eran más amigos suyos que míos, yo apenas los había visto tres o cuatro veces. Ella insistió en que debíamos ir a visitarles aunque cuando vivíamos en la misma ciudad apenas los veíamos, así que cogimos el coche y nos encaminamos a la autopista. La A-6 lleva directo desde Madrid a La Coruña, así que no tenía pérdida, sólo seiscientos kilómetros de carretera.

En el kilómetro ochenta y cuatro puso los pies en el salpicadero. Hasta el ciento tres discutimos para que los quitara sin éxito. En el ciento once paramos a tomar un café y desconecté el airbag. En el ciento treinta y uno quitó los pies del salpicadero y se durmió. En el ciento cuarenta y uno paré en un área de descanso y lo volví a conectar sin que ella llegase a despertarse. En el ciento setenta y cuatro abrió los ojos. En el ciento noventa y uno volvió a poner los pies. En el doscientos veinticuatro paramos a comer, pausa que aproveché para desconectarlo. En el doscientos cuarenta y tres no los había puesto de nuevo aún. En el doscientos ochenta y cuatro le dije que tenía que parar a orinar y volví a conectar el airbag. En el trescientos once los volvió a poner. En el trescientos veinticuatro le di a la hija de puta lo que se merecía. Apreté el acelerador, atravesé el quitamiedos y lancé el coche contra un árbol. Lo hice tan deprisa que ella no tuvo tiempo de reaccionar. El airbag saltó, empujó sus piernas e incrustó sus rodillas en el rostro con tanta fuerza que se aplastó su cerebro. Murió en el acto. Eso dijeron los médicos.

Yo salí ileso, aunque el airbag me produjo abrasiones en la cara.

En el funeral, todos la lloraron y me dieron el pésame. Qué mala suerte que ella llevara los pies en el salpicadero, repitieron todos. Una desgracia.

Eso mismo le repetí yo siempre, dije, pero ella nunca escuchaba.

Y no lo decía por mí, sino por ella.


© Santiago Pajares. 29 de Abril de 2011

6 comments:

  1. Anonymous11:57 AM

    Esto tiene moraleja o simplemente se te le va la olla a alguien????

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  2. Anonymous12:14 PM

    La moraleja parece obvia: No se deben poner los pies en el salpicadero.
    ;-)

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  3. Anonymous4:40 PM

    o no debes casarte con locos

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  4. Anonymous4:11 AM

    Hay una canción de Quique González que no sé si te habrá inspirado el relato pero dice "Conduciendo hacia el puerto de Santa María con tus piernas ardiendo en el salpicadero..." Me ha encantado Santiago.
    Fortísimo abrazo de tu "compinche" Héctor.

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  5. ¿No se llamaría Belén G.A. Y era rubia, muy guapa?.Yo tenía una compañera de trabajo con 32 años.Siempre llevaba sus uñas pintadas y unos pies preciosos muy bien cuidados ( le encantaba lucirlos).Cuando le ocurrió el accidente tenía 32 años.Ella iba de viaje con su novio y reposaba sus pies en el salpicadero del vehículo.Tuvieron un accidente frontal tan grande que salto el airbag y sus propias rodillas le reventaron la cabeza.Según testigos del accidente los bomberos tuvieron que coger parte de los sesos que estaban esparcidos en la bandeja trasera del vehículo. El periódico dio la noticia y fue un accidente muy desagradable.

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  6. Anonymous11:46 AM

    No Maite, me temo que la obra es una obra de ficción y no está basado en ningún caso real. Pero vaya accidente, buf!

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