Tuesday, June 29, 2010

Vuelos de enlace

Me encuentro sentado en una incómoda butaca en el aeropuerto de Roma. Exhausto. Mi vuelo de conexión a casa sale en seis horas y no tengo nada más que mis pensamientos para llenar el tiempo. Podría coger el autobús y darme una pequeña vuelta por Roma, pero no me siento preparado. No me siento preparado para nada en esta vida, aquí, sentado en este mi limbo particular.

Vuelvo de Praga, y vuelvo sin ella. Nos despedimos en el aeropuerto con un abrazo casto, un abrazo triste que parecía recordar todos los abrazos tiernos y hermosos que nos dimos en otros aeropuertos. No, no voy a decir su nombre. Ya no hay razón para ello. Ella y yo lo sabemos y eso es suficiente.

Que coño, se llamaba Andrea y era checa.

Nos habíamos conocido en un viaje anterior hacía tres años. En uno de esos estúpidos congresos a los que mi empresa se empeñaba en enviarnos y que no servían para nada. Desperdicio de magdalenas, solíamos llamarlos. La conocí en un bar una noche, no se bien cómo. Yo había tomado unas copas de más con otro de los asistentes al congreso y ella y sus amigas celebraban un cumpleaños. Sin saber por qué, comenzamos a hablar. Conectamos. No nos acostamos aquella noche. La invité a desayunar al día siguiente y acabé cambiando mi vuelo del viernes al domingo para pasar juntos el fin de semana. Cuando nos despedimos en el aeropuerto ambos pensamos que sería algo de una sola vez, un momento especial que la vida nos había regalado. Pero en el viaje de vuelta ya estaba tratando de recordar cuando era el siguiente congreso en su ciudad.

En las siguientes semanas, no podía dejar de pensar en ella.

No voy a deciros cómo era porque siento que si lo hago me derrumbaré, pero podéis haceros una idea. Era alta y delgada y morena. Era como debía ser una mujer checa que conoces un fin de semana de congreso. Exactamente así.

El siguiente puente hice la maleta y me fui para allá. Ella me acogió y pasamos tres días sin salir de su casa más que para un paseo de rigor. Cuando nos despedimos en el aeropuerto llevábamos tantas lágrimas como sonrisas. La siguiente vez fue ella la que se presentó en mi piso sin avisar, e inmediatamente cancelé todos mis planes y me dispuse a pasar con ella todo el tiempo posible hasta su vuelta. Esa vez la despedida fue en mi aeropuerto y fue ella quién se marchó.

Y así pasaron tres años de viajes, sorpresas, melancolía y porque no decirlo, mucho sexo. Pero como siempre pasa en la vida, ahora lo sé, las cosas se fueron enfriando. Yo no aprovechábamos todos los puentes para vernos y no hablábamos todas las noches por teléfono. No sé por qué fue ni que hicimos mal, pero lo cierto es que ya no sufríamos esa voraz dependencia uno del otro que nos empujaba a un contacto constante. Ya no nos necesitábamos.

Fue doloroso llegar a esa conclusión.

En mi último viaje, este viaje, un último intento por revivir esa llama que una vez pareció iluminar el mundo, ella me dijo que estaba viendo a otra persona. Y yo, tonto de mí, le exigí detalles. Quise saber su nombre, su altura, su color de pelo, si era bueno en la cama, si le hacía reír más que yo. Si se había atrevido a dar con él el mismo paseo bajo las hojas de otoño. Si pensaba que podía quererle tanto como a mí. O más que a mí.

Y ella me cuenta que se llama Miroslav. Es alto y enjuto. Sus ojos son verdes y su sonrisa tímida. Tal como debería ser un chico checo.

Nos despedimos en el aeropuerto una última vez, sin lagrimas de tristeza o alegría. Tan solo una abrazo y la mutua certeza de que no nos volveríamos a ver. Que tenía sentido que así fuera.

Y ahora estoy aquí, en el aeropuerto de Roma esperando mi enlace a casa dentro de seis horas. Me he comprado dos chocolatinas y el bote de cerveza más grande que he encontrado. Desde mi butaca miro a las parejas empujar sus carritos hacia las puertas de embarque y me pregunto si van o vienen, si su amor asciende o desciende con el paso de los aviones. Termino mi cerveza de un trago y voy a buscar otra sabiendo que lo pagaré en el viaje de vuelta.

No he dormido en toda la noche y tengo ganas de vomitar. Mientras planeo cambiarme de trabajo y mudarme a otra ciudad y trato de dilucidar cómo me siento y cómo debería sentirme, una mujer se sienta a mi lado y me pregunta de dónde vengo. La miro. Es guapa, pero está cansada. Tiene ojeras y el pelo grasiento. La camiseta negra arrugada y restos de maquillaje. No se esfuerza en sonreír y yo tampoco lo hago.

Le digo que vengo de Praga y no pregunto de dónde viene ella, pero eso no parece que le importe. Me dice que viene de San Petersburgo y que tiene tres horas de espera hasta que salga el avión de enlace a su ciudad. Suficiente para quedarse dormido pero no para dormir. Un chico, contesta al final como si yo hubiera preguntado. Y saca una foto y me la enseña, bueno, los pedazos de una foto. Los reorganiza encima del apoyabrazos y puedo ver a Iván, un chico rubio y sonriente. Frente y mandíbula ancha. Tal como debería ser un ruso de San Petersburgo.

Me dice que la semana que viene harían dos años. Bueno, los harían si el tal Iván no se estuviera follando a una chechena llamada Irina. Saca otra foto y me la enseña. Esta está entera. Irina es una castaña de ojos translucidos con un hoyuelo en la barbilla. Muy pálida y muy guapa, tal como debería ser una chechena.

Y entonces se lanza a contar su historia, una historia similar a la mía. En otra ciudad, con otros nombres y otros aeropuertos, pero puedo reconocer en ella rutinas comunes. No se bien qué decir, pero ella no me exige que diga nada, habla por los dos. De la misma forma que yo me he empecinado en mantener mi silencio y rumiar mi fracaso, ella necesita sacarlo fuera. Y me ha elegido a mí.

Y mientras delante nuestro desfilan los turistas más horteras del mundo, con sus chanclas con calcetines, sus pantalones bombachos y camisas floreadas, ella continua desgranando palabras, y puedo ver en su dolor rastros de mi dolor.

Palabra a palabra y vuelo a vuelo comienzo a entender que esa mujer y yo estamos en el mismo punto. Varados en un aeropuerto consumiendo una espera para reanudar nuestras vidas sin saber bien cómo. Y hay algo hermoso en una situación así, algo que me hace sentir extrañamente bien. Que me hace sentir menos solo.

Cuando ella termina su historia, yo comienzo a detallar la mía, esta historia. Cada despedida en el aeropuerto, cada sonrisa y cada revolcón bajo las sábanas. Y ella me escucha sin interrumpir. Permanece tan callada que su historia parece un recuerdo lejano y antiguo. Y yo hablo y hablo y escupo algunas palabras con esfuerzo, palabras que llevaban enquistadas años, palabras que sólo se pueden decir a alguien que está en un aeropuerto con los ojos hinchados y el pelo grasiento, igual que el mío. Y cuando los dos nos hemos contados nuestras historias comenzamos a hablar, y entre unas frases y otras comenzamos a reírnos. A sonreír.

No sabría decir de qué hablamos. No recuerdo todas las palabras, tan sólo lo que me hacían sentir. A las tres horas la acompaño a su puerta de embarque y a la entrada de la pasarela que conduce al avión nos damos un abrazo, y permanecemos tanto tiempo unidos que los demás pasajeros tienen que esquivarnos para poder pasar. Ella se separa y entrega su tarjeta de embarque sin mirar atrás. No puedo saber si había lágrimas en sus ojos. Me apresuro a frotar los míos y espero mi vuelo de vuelta a casa.

Han pasado dos semanas. He continuado trabajando porque es lo que supongo que debo hacer. He hecho la compra y bebido cerveza con los amigos. He hecho todo lo que toca y aun así no puedo dejar de pensar en ella. No, no en esa. En la otra. Pero sé que lo que ha ocurrido es algo único e irrepetible, algo que solo ocurre una vez porque no hay corazón que lo aguante dos veces.

Al fin pongo la lavadora con la ropa de la maleta que ha permanecido dos semanas intacta en el recibidor. Reviso los bolsillos de la chaqueta y encuentro los pedazos de foto de Iván, su novio ruso. La reconstruyo con celo y puedo volver a ver su pelo rubio y mandíbula rusa. En el dorso encuentro el nombre de ella y su dirección. No recuerdo cómo ni cuándo deslizó los pedazos de la foto en el bolsillo de mi chaqueta.

Enciendo el ordenador y comienzo a consultar vuelos. Tengo la maleta hecha.


© Santiago Pajares. 29 de Junio de 2010. Aeropuerto de Fiumicino, Roma.

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