Monday, August 24, 2009

Te doy mis ojos

Nací sin ojos. Es un hecho, como tantos otros hechos indiscutibles hay en esta vida. Como el sol encima nuestro en el cielo o el viento entre las hojas en otoño. No hay nada que podamos hacer ante algo así.

Nací sin ojos. En las cuencas vacías que hay debajo de mis cejas debería haber dos globos oculares que mandaran señales a mi cerebro, señales que serían interpretadas como imágenes por un órgano experimentado en figuras y contornos. No un cerebro como el mío. Hablo de un cerebro como el tuyo, que estás leyendo estas líneas. Y las estás leyendo porque tienes ojos, porque tus globos oculares mandan a tu cerebro los contornos de las letras, de estas mismas letras, y tu cerebro las descifra y las ensambla en frases con sentido. De una forma fluida y natural. Como el viento entre las hojas en otoño.

Es un hecho. No discutamos por ello.

De pequeño no lo sabía. Pensaba que todos habíamos nacido así, que estas cuencas vacías eran normales como lo son los huecos en las palmas de las manos cuando se preparan para asir alguna cosa. Claro que yo no me preparo. Yo me las encuentro.

Nunca pude ver las miradas de la gente, miradas asustadas ante un rostro como el mío, ante un rostro para el que no estaban preparados. Al principio no entendía la insistencia de mi madre para que me pusiera eso que ahora sé son gafas de sol, pero que entonces solo sentía como un plástico frío suspendido en mis orejas y el puente de mi nariz. Como atarse una goma alrededor de un brazo para que la gente no sintiera repugnancia en tu presencia.

Pero yo tenía todo lo demás. Quiero decir que si todos los niños del mundo hubieran nacido así, no tendríamos que hablar de este tema; hablaríamos de muchos otros. De la sensación picante en la piel cuando llega esa época que hemos convenido en llamar verano, de la textura de la hierba en las plantas desnudas de nuestros pies, de cómo se combinan los sonidos para llegar a hacer música y lo agradables que se sienten recorriendo las circunvalaciones de nuestras orejas para llegar a los huesos del tímpano haciéndolos vibrar, y como esa vibración se compone en un estímulo que llega a nuestro cerebro, que lo reconoce como música.

Pero tuve otras cosas. Tuve mi oído, tuve mis manos, tuve mi olfato y mi gusto. Puede que no sea el pack deseable para un niño, pero no estaba mal. Me sentía conectado al mundo, quizá no de la forma en que estaban conectados otros niños, que podían esquivar la pelota además de lanzarla, pero conectado al fin y al cabo. Porque sin la constante distracción de la vista, sin la oportunidad de mirar a las niñas con coletas de mi clase y las zapatillas de deporte con cámara de aire, tuve tiempo de experimentar con mis otros sentidos. Pude tocar una superficie de madera y sentir sus vetas en las yemas de mis dedos antes de decir: Es madera. Pude introducir mis dedos en la nieve y palpar las esquirlas de hielo antes de decir que estaba fría. Pude alzar mi nariz al viento y decir que era otoño, o primavera, o verano, o que se avecinaba lluvia. No necesitaba mirar al cielo. No podía mirar al cielo.

Mucha gente que puede mirar, no mira. Eso es un hecho. Pero no vamos a discutir sobre ello.

Ninguno de mis allegados me tuvo jamás lástima, o si la tuvieron fue antes de que mis avezados sentidos supiesen valerse por sí solos y les demostrasen que era tan ágil como ellos, tan independiente como ellos. Nadie lanzó jamás una lágrima por el niño que no podía llorar. Habría sido injusto, por otra parte.

Aprendí a leer. Con mis dedos. Aprendí a tocar el violín, con mis dedos y mi oído, sintiendo como la vibración de esa escueta caja de madera que apoyaba contra mi clavícula y barbilla se expandía por mi tórax y mi abdomen, llegando incluso a mis testículos. Era una buena sensación. Era un hermoso sonido.

Aprendí a verter líquido en un vaso situando el dedo índice dentro del mismo. Aprendí que si llevas zapatos de suela dura puedes llegar a interpretar el sonido rebotado en muebles y paredes para no tropezar. Aprendí incluso a situar la punta de mis pies en el borde de la taza para no mear fuera. Esto le encantaba a mi madre. Aprendí a encontrar los labios de una chica con los míos buscando su aliento. Aprendí a dejar que me besaran. Aprendí miles y miles de cosas que tu no aprenderás jamás. Porque tú ves, y yo nací sin ojos.

Nunca me ha importado el aspecto físico de alguien. No me distrae, no me hace pensar que esa persona está por debajo de mí porque tenga la nariz torcida o su ropa esté pasada de moda. No sé como luzco en un espejo. Me explicaron en qué consiste, en que es algo que la gente tiene para poder mirarse a sí misma, para poder saber cómo les ven los demás. Para mirarse hacia atrás y saber si esos pantalones le hacen mucho culo. Para pensar que harás si en verdad te lo hacen.

Me gusta sentarme en el banco del parque cercano a la palmera (y el tacto áspero y rugoso de su tronco) y trazar un mapa de lo que hay a mi alrededor. Sentir a la pareja que pasea detrás de mí cogidos por la cintura, al ama de casa que arrastra el carrito de la compra y los niños que juegan a la pelota en la arena. Trato de mantener todos sus movimientos en la cabeza a un mismo tiempo, desde arriba, como una traza de calor. Después desgrano esos sonidos de forma individual y trato de combinarlos en una melodía, y la almaceno en mi memoria, rotulándola en mi cabeza para la posteridad. Son muchas, muchísimas, pero tengo sitio. Tengo todo el sitio que tú ocupas en conocer la forma de una mesa, de una silla, en guardar las pecas del rostro de aquella chica y el color de tus propias cicatrices.

Porque nací sin ojos, pero nací, que para mí es lo importante.

Pero los años pasan y los tiempos cambian. Cambian el sonido de los motores de los coches que pasan rozando la acera y la música que sale furiosa de los cascos de los chicos que van a la escuela. Talan los árboles enfermos y plantan otros nuevos, con otros olores y texturas. No puedo hacer nada al respecto.

Y un día llaman a mi casa a ese aparato que suena y que mi madre insiste en llamar teléfono y es un doctor. Y nos reunimos con él en la sala de un hospital donde todo es liso y frío y nos explican que hay grandes avances en una técnica llamada transplante que puede ayudarme con mi problema. Él no parece comprender que no es un problema, sino una forma distinta de abordar los mismos asuntos, pero no quiero entrar a discutir. Mi madre parece entusiasmada, al menos eso me dice el pulso que capto de sus manos. Aun no ha pasado, pero ella puede verlo.

Así que me tumban en una camilla y me pinchan con una aguja y yo siento cercana la respiración del doctor, y le pregunto si podré seguir tocando el violín, y él me responde que sí. Eso no sé porque me tranquiliza. Me tranquiliza tanto que en pocos segundos me quedo dormido.

Y me levanto y tengo un vendaje sobre las cuencas. Es parecido a las gafas de sol que mi madre me obligaba a poner, pero no tan frío y puntiagudo. Huele raro y no me gusta, pero parece que no hay nada que yo pueda hacer al respecto. Cuando me lo quitan siento por primera vez esos óvalos en las cuencas que siempre había sentido tan libres, tan livianas. Es una sensación nueva, no es desagradable, solo nueva. La almaceno en mi cerebro junto al tacto del melocotón pasado. Entonces me dicen abre los ojos y yo no sé qué hacer, porque nací sin ojos y nunca he sabido cómo abrir cosas que no tenía. Siento los dedos del doctor levantar el último vendaje que él llama párpados. Y entonces algo pasa. Un cúmulo de sensaciones inunda mi cerebro y por unos instantes no puedo oler, no puedo sentir, no puedo oír. Solo me ahogo en ese conjunto de formas. Él médico me dice que pasaré algunos meses haciéndome a mi nuevo sentido, aprendiendo a reconocer formas y contornos. Que debo ser paciente. Y yo lo soy. Lo soy porque es lo que he sido toda mi vida, porque no he encontrado otra manera de relacionarme con el mundo que me rodeaba. De sobrevivir y disfrutar de él.

Ahora tengo ojos. Veo las hojas agitarse en los árboles en el viento de otoño, pero me cuesta más escuchar su roce. Veo ese enorme círculo amarillo en el cielo que convenimos en llamar sol, y huyo de su picazón buscando una sombra. Me detengo a mirar a las mujeres por la calle y pierdo el hilo de los sonidos que trataba de combinar en mi cabeza para crear música. Ahora me veo en los espejos y me miro desde atrás para ver cómo me quedan los pantalones. Ahora soy exactamente como tú.

Ahora sé por qué lloráis.

© Santiago Pajares. 24 Agosto 2009.

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